domingo, 23 de marzo de 2025

SORPRESAS Y COINCIDENCIAS

(Relato escrito en octubre de 2000 y publicado en el sitio Puerto Libre de Ficticia)

Fue un 2 de junio, durante una recepción que ofreció el Consulado Italiano, cuando sorpresivamente fui partícipe de una escena que, curiosamente, había vivido con anterioridad. Hay quienes dicen que estas imágenes repetidas se deben a fatiga mental y que duran pocos segundos. Sin embargo, en esta circunstancia, el tiempo parecía prolongarse hacia el infinito. Desde un extremo al otro del salón, me vi conversando animadamente con una dama entrada en años. La mujer, de modales refinados y aspecto aristocrático, no cesaba de hacerme preguntas sobre familiares y amigos y cuanta actividad política y empresarial se desarrollaba en la ciudad. Para mi asombro, las respuestas que le daba fluían con una espontaneidad tan precisa, que comencé a preocuparme por el desenlace de aquella entrevista. Y esta preocupación era fundada, porque hablábamos de hechos pasados que, en rigor a la verdad, jamás podría responder con exactitud. Mientras miraba la escena, espontáneamente me encontré con mi propia vista y, sin que la mujer lo advirtiera, levanté mi copa y brindé con mi doble que me respondió con gesto cómplice. Súbitamente, y a causa de un inesperado movimiento brusco que derramó mi copa de champaña, oí el bullicio del ambiente. Fue como si me hubieran despertado de un sueño. Una mujer joven muy atractiva que observó mis movimientos se acercó y, entre bromas y trivialidades, colaboró con mi intento por “emprolijarme”. Cuando levanté la vista, el ambiente estaba totalmente cambiado. Entonces tuve la rara sensación de que me faltaba algo, como si el golpe me hubiera quitado una parte de mí. Aturdido por lo que me pasaba, comencé a deambular entre la gente y durante toda la noche busqué obsesivamente a la dama antigua y a mi semejante, pero no los pude encontrar. Abrumado por lo que acababa de sucederme, opté por retirarme de la fiesta.

Mucho tiempo después, hojeando un viejo álbum familiar de mi madre, volví a toparme con los personajes de aquella fiesta imaginada en mi mente cavilosa. Entonces recordé que, en mi adolescencia, la mujer entrada en años visitaba nuestra casa y que, en complicidad con mi hermano y compinche Pablo, la habíamos apodado “la preguntona”, por la insaciable manía que tenía de preguntarnos continuamente todo lo que se le ocurriera, y nosotros siempre respondíamos con un “no sé”, lo que la volvía loca. Pero la venganza no tardaría en llegar, porque, con ironía y malicia, la coqueta anciana se apresuraría a cargar las tintas a nuestra madre para decirle lo “desfachatado que eran sus hijos”, entonces nuestra pobre mamá, avergonzada de tener hijos maleducados, nos dirigía una mirada fija y sin contemplaciones, para mandarnos a dormir antes de hora. En la retirada nos encontraríamos con nuestro padre que, encogiendo los hombros y con sonrisa cómplice, como diciendo: “Qué le vamos a hacer muchachos, son las reglas del juego”. Y nosotros nos retiraríamos a dormir tranquilos porque sentíamos su protección para encarar la batalla del día siguiente cuando vendrían las amenazas de suspender “la matiné” o el picado del domingo en el campito.

Por un instante, aquellos recuerdos me alegraron el corazón, mientras miraba la foto de aquella fiesta. Pero además de la nostalgia que me producía mirarla, había una diferencia entre lo que imaginé y la fotografía, porque el que estaba hablando con la mujer no era yo, sino mi hermano. Entonces, di vuelta la postal y con sorpresa leí la fecha: 2 de junio de 1960, el día que un demencial conductor atropelló a Pablo y le quitó la vida a los quince años.

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