martes, 25 de marzo de 2025

El velorio de “Juancito”

Ahí estaba el Juancito; con su prominente napia asomando el jonca cual si disfrutara de una placentera siesta veraniega.

Desde mi asiento lateral de la sala, observé el desfile de dolientes esnobs de la tilingada pueblerina, a la que, supuestamente, adhería el finado.
Un cura, que se instaló a la cabecera del féretro, no dejaba de cotorrear mientras acomodaba y desacomodaba el jopo gardeliano del muerto hasta dejarlo encrespado como pelo de oveja. Anclado en el chismerío parroquial (de la que nadie se salvó) el cura perdió la iniciativa del rezo del rosario, madrugado por una catequista que comenzó a desgranar las avemarías y salves a viva voz. Terminada la larga y melosa riestra, un imprevisto diácono salió del montón y, biblia en mano, tomó la posta para entregarse a la lectura de la Liturgia de las ‘Horas para difuntos’: “Hermanos, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva…” y continuó con el recitado que nadie entendía, salvo una mujer que se levantó como un resorte y le apuntó al lector que incluyera una oración por “las intenciones del Santo Padre”, lo que provocó miradas cruzadas entre los orantes. ¿Qué intenciones podría tener el Papa en un velorio, donde el principal protagonista es el muerto?
Terminadas las letanías, el escenario quedó acéfalo por un breve instante, hasta que entró en escena una adolescente que comenzó a gemir por la muerte “del tío” que, según decía, era el único que se interesó por sus problemas.  Aquí todos se mostraron distraídos; nadie intentó calmar la histeria juvenil, más bien se abrieron, como cuando se escapa un flato y todos se alejan con el naso fruncido. Era la hija de la empleada doméstica del muerto, a quien, según el chismerío del ambiente, le faltaba una vuelta de tuerca. Acá aprovecharon la ocasión para dispersarse los que rodeaban el féretro y el cura muy amablemente saludó a los presentes con una inclinación de cabeza y partió raudamente a cumplir sus obligaciones sagradas.
En ese momento el finado parecía sonreír. Intuí como que estaba escuchando sonidos familiares que lo hacían sentirse en casa. Pero no fue por mucho tiempo, porque al toque irrumpió un gringo grandote de botas camperas con bastante olor a bosta, sosteniendo contra su pecho un sombrero de alas anchas. El gaucho, de cara mofletuda y colorada como culo de mono, estaba agitado; a simple vista se percibía que el hombre estaba cargado. Se arrimó al féretro para hablarle al muerto con aire de milonga, comiéndose las ese. “¡Jacinto querido!” -gimió. “Vengo de la feria. Ayá me enteré de que te había muerto y me vine rajando pa’acompañarte. Pero che, ¿Cómo carajo se te dio por morirte hoy, hermano? Justo hoy que es el cumple del Toto Peralta; ¡t’estábamo esperando pa’festejar! Con el Laucha Tribilín, Farruca, el Loro Miretto, Lito Corzo, Merluza y hasta Pichón Guerrero, que casi se no muere el año pasao… ¿Te acordá? Todo vamo a ir al cementerio a despedirte; lo muchacho no estaban como pa’venirte a saludar ahora, vos sabé cómo es el laburo en la feria; todo brindamo por vo…” y así siguió un rato más el paisano que, compungido, no hablaba boludeces, lo hacía desde el corazón. Estaba sinceramente compungido; despedía a su amigo con gran pesar. Permaneció en silencio un buen rato mientras derramaba lágrimas que corrían por sus mejillas rosadas. Aliviado, se dio vuelta y, apantallándose con el sombrero aludo, vino y se sentó a mi lado, enjugó sus lágrimas y sonó su narizota chata embutida entre sus pómulos prominentes.
Después del sofocón, comenzamos nuestro diálogo que sonaba en toda la sala. Me preguntó si era pariente del extinto a lo que le contesté que éramos vecinos; habíamos crecido en el mismo barrio y estudiado juntos en el colegio de los curas. El destino nos marcó caminos distintos y cada cual emprendió el suyo por lo que dejamos de frecuentarnos, aunque esa distancia no impedía que de tanto en tanto nos encontráramos para recordar de nuestros años mozos. El hombre, que seguía con atención mi relato, asentía a cada uno de mis dichos haciendo sonar su nariz con un rotundo sniff. Luego abordó sus propias vivencias y los pormenores de su amistad con el fiambre, y aunque ya lo había hecho público momentos antes, pacientemente lo escuché, sin dejar de reconocer que, íntimamente, me desvivía por saber cuál era la razón del supuesto suicidio de nuestro común amigo. Además, debo ser sincero, el gringo me resultó simpático y me encantó conversar con él, porque pude así, sobrellevar con alivio esos momentos pesados que son los compromisos fúnebres. Sus modales campechanos y su sinceridad marcaban su nobleza.
La relación que tenía con el muerto no era novedad, porque Juan, a quien todos llamaban “Juancito” y no “Jacinto” como decía el gringo, era el contador de una de las consignatarias de hacienda más importantes de la ciudad, y un personaje popularmente querido por los habitué a cuanta peña o club concurriera. Amigo de todo el mundo y, como dijo el gaucho, se juntaba codo a codo con la peonada para comer brutos asados que se hacían cuando había grandes remates ferias. Para los arrieros, los peones, los estancieros, los chacareros, los directivos de frigoríficos y todo aquél que estuviese ligado a la ganadería, “Juancito” era el organizador, lo que llaman el “hombre orquesta” de estos eventos. Él estaba al tanto de todo y tenía la solución para todos, por eso era apreciado y querido por el mundillo del mercado ganadero.
De pronto y, como por arte de magia, entró a la sala un personaje menesteroso que, cuando hablaba, pronunciaba la “s” como “j”. El hombre se ubicó frente al muerto y lloriqueaba con voz gangosa. Luego, cuando se dio vuelta, comprobé que era leporino. Humildemente se dirigió a los presentes, dando fe de la calidad humana del finado, a quien dijo conocer desde su infancia a través de su padre, el tropero Bernabé Loyola que vivía en el barrio “Santa Rosa”, pegadito al boliche “El Buen Trato”. Entonces hizo una larga historia de su vida, enumerando las cualidades del finado y sus reconocidas cualidades humanas y de lo mucho que había ayudado a su padre y a sus hermanos que, según dijo, eran once y él era el del medio, el número seis y que, tras la muerte de su padre, debió hacerse cargo de los cinco menores, y dado las estrecheces económicas que estaba sufriendo, pedía una ayuda monetaria para llevarle un poco de comida a sus hermanos. Toda una cháchara estudiada para hacerse de algún mango sin gran esfuerzo.  Mientras seguía verseando, el gordo, que no salía de su asombro, lo miraba de reojo, trataba de no encontrarse con la mirada del sujeto que lo había tomado de punto; el manguero había vichado que el gordo estaba muy afectado por la muerte de su amigo, y el tipo seguía con la matraca presionando para que aflojara la billetera. Yo me mantuve con la mirada fija en mis zapatos, mientras le susurraba entre lenguas al gordo que no le diera pelota, que se mantuviera firme. Al ver que el ambiente se estaba volviendo jocoso por la insólita secuencia, dos empleados de la funeraria se acercaron al personaje para calmarlo y pedirle con buenos modales que se retirara al vestíbulo; y así lo hizo, sin resistencia. A la distancia, pude ver que hablaba sigilosamente con cada uno de los allí reunidos y que algunos sacudían la cabeza y otros pelaban la billetera y garpaban algún billete o algunas monedas con tal de sacárselo de encima. Cuando finalizó su colecta, enfiló hacia otro sector del complejo funerario.
Luego, uno de los dependientes de la funeraria se acercó para disculparse por el mal momento pasado y nos comentó que se trataba de “el turco Fayés”, un personaje de origen árabe que vestía harapos y se dedicaba a mendigar en los velorios. Se hacía pasar por amigo del muerto, ardid utilizado para manguear a los que estaban en vela. Según comentarios, el turco supo tener mucha guita acumulada en su juventud como tratante de blancas y nunca se había hecho cargo de sus hermanos menores como pregonaba, sino que había sido rechazado por su familia debido a su actividad delictiva 
Después de este episodio continuó mi charla con el gordo e, intrigado por el luctuoso hecho, traté de indagar el porqué del suicidio de Juancito. Entonces le pregunté al gordo si sabía el motivo de tamaña determinación. El gordo, precavido, bajó el volumen y me susurró al oído: “Se comía la mujer del gerente” me dijo, y continuó: “Todo sabíamo que el “Jacinto”-seguía nombrándolo erróneamente- andaba en esa trenza, pero nunca dijimo nada. ¿Qué vamo a decir? Al contrario, nos cagábamo de risa porque el gerente es un cabrón y nos alegrábamo porque el ‘Jacinto’ lo cornetaba”.
Yo me quedé helado, nunca pensé que el finado fuera capaz de andar en esos enredos. Sin embargo, según el gordo, saltaba el tapial cuando el gerente viajaba a Liniers. Por eso, lo único a que atiné fue mostrar mi sorpresa frunciendo mis labios, por lo que el gordo, tratando de afirmar sus dichos, me dijo: “E’ así, aunque usté no lo crea” Entonces le respondí que no era que yo no le creía, sino que nunca hubiera sospechado que Juancito fuera capaz de tanta osadía.  Hombre piadoso, de cumplimientos religiosos, no había domingo que no fuera a misa.
De pronto, como un huracán, se abrió la puerta principal del complejo funerario y entró desfilando un grupo de seis personas con guardapolvos blancos, guantes y barbijos y se dirigieron directamente al jonca, lo taparon y se lo llevaron sin gestos ni palabras, mudos. Al toque nuevamente el dependiente de la funeraria se hizo presente y nos manifestó a los allí reunidos que la sala se iba a cerrar hasta tanto concluyera la autopsia del finado.
Me despedí del gordo y cada cual abandonó el recinto hasta nuevo aviso. 

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