(Para analistas de sueños)
Seguramente me encontraba en el sótano de una Iglesia, porque desde allí se oían las voces de un tenor y un barítono cantando un fragmento sacro de una ópera de Verdi. Recuerdo que había dos escaleras, una de hierro caracol color naranja y otra de cemento verde. Yo tenía bajo mi brazo un tren de juguete que inserté en una gruta que había en la pared. Sin mayor esfuerzo encajó perfectamente. Luego seguí al hombre de mameluco y gorra gris con visera que trepaba por la escalera verde. Mientras subía sus zapatos y la ropa se iban manchando con la pintura fresca y espesa de los escalones. En mi desesperación oí que desde afuera alguien gritaba: “¡Ahí viene el tren!, ¡Ahí viene el tren!”. Cuando llegué al andén, junto a los demás pasajeros, trepé al vagón de carga sin asientos y de puertas corredizas. Enseguida el tren se puso en marcha. “¡Hay, mi Dios!” -pensé- “¡Adónde voy a ir a parar! ¡El tren se está alejando a toda velocidad!... ¡¿Qué dirá mi esposa cuando le cuente que el tren me ha llevado tan lejos?! De pronto comenzó a mermar la marcha. Cuando me asomé pude ver una enorme montaña de bolsas arpilleras apiladas a modo de trinchera, que era vigilada por obreros y gendarmes armados con fusiles “Mauser” y vestidos de “breeches” color beige, polainas y sombreros de alas anchas, cual policía montada del cuarenta. En medio del gentío y tendido en el andén, había un hombre envuelto en una sábana ensangrentada, a quien seguramente subirían al tren.
Estaba oscureciendo, y aproveché la oportunidad para saltar del vagón y escapar hacia el pueblo. Cuando llegué me detuve en una de las primeras casas iluminadas. Allí me atendió un hombre bajito y calvo, vestido de traje, camisa blanca y corbata muy ajados; lo primero que hizo fue tocarme el brazo izquierdo para decirme “¡Estás todo manchado!”. No me gustó su aspecto y mucho menos su conducta. Salí de inmediato a la calle, y al pasar frente a una de las ventanas con vidrio, lo puede ver junto a otro individuo de igual aspecto, pero más alto, cantando la ópera de Verdi, la misma que había oído desde el sótano de la Iglesia. La imagen grotesca de ambos me dio náuseas y rápidamente me alejé y entré a otra casa iluminada. Allí me atendió una mujer mayor muy delgada y bien vestida, con un peinado alto, una blusa blanca impecable con hombreras y puntillas. Sosteniendo una taza de té de fina porcelana, me la ofreció y bebí con fruición. Enseguida partí nuevamente.
La noche quedó atrás y el sol brillaba con esplendor. A la distancia pude ver a la antigua iglesia del pueblo y sus dos torres gemelas de tejas coloniales, tan deterioradas como el conjunto del edificio. Sus paredes descascaradas dejaban al descubierto los enormes ladrillos bayos asentados en barro. En las escalinatas había un grupo de chicos que disfrutaban del sol cálido de un domingo invernal. Alguien me dijo que adentro estaba cantando el coro. Me asomé por una de las puertas laterales y observé a unos jóvenes vestidos en ropas de cuero color negro y hebillas doradas que ejecutaban música moderna. No sé por qué, pero me alejé lentamente, tal vez buscando el silencio de la naturaleza...
Estaba oscureciendo, y aproveché la oportunidad para saltar del vagón y escapar hacia el pueblo. Cuando llegué me detuve en una de las primeras casas iluminadas. Allí me atendió un hombre bajito y calvo, vestido de traje, camisa blanca y corbata muy ajados; lo primero que hizo fue tocarme el brazo izquierdo para decirme “¡Estás todo manchado!”. No me gustó su aspecto y mucho menos su conducta. Salí de inmediato a la calle, y al pasar frente a una de las ventanas con vidrio, lo puede ver junto a otro individuo de igual aspecto, pero más alto, cantando la ópera de Verdi, la misma que había oído desde el sótano de la Iglesia. La imagen grotesca de ambos me dio náuseas y rápidamente me alejé y entré a otra casa iluminada. Allí me atendió una mujer mayor muy delgada y bien vestida, con un peinado alto, una blusa blanca impecable con hombreras y puntillas. Sosteniendo una taza de té de fina porcelana, me la ofreció y bebí con fruición. Enseguida partí nuevamente.
La noche quedó atrás y el sol brillaba con esplendor. A la distancia pude ver a la antigua iglesia del pueblo y sus dos torres gemelas de tejas coloniales, tan deterioradas como el conjunto del edificio. Sus paredes descascaradas dejaban al descubierto los enormes ladrillos bayos asentados en barro. En las escalinatas había un grupo de chicos que disfrutaban del sol cálido de un domingo invernal. Alguien me dijo que adentro estaba cantando el coro. Me asomé por una de las puertas laterales y observé a unos jóvenes vestidos en ropas de cuero color negro y hebillas doradas que ejecutaban música moderna. No sé por qué, pero me alejé lentamente, tal vez buscando el silencio de la naturaleza...
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