Fue durante una madrugada de verano, cuando abruptamente desperté muy agitado y de un salto me senté en la cama. Mientras trataba de ordenar mis sentidos, vi cómo las sombras de las cortinas iluminadas por relámpagos de la tormenta proyectaban ondulantes figuras fantasmales.
Al ver que mi esposa disfrutaba plácidamente de su reposo, deduje que se trataba de una pesadilla. O tal vez uno de aquellos sueños “pesados” originados por una mala digestión. No muy convencido, me volví a acostar, pero al instante un ruido estridente volvió a sacudirme. Intenté encender la luz, pero estaba cortada. Aguardé unos segundos y decidí levantarme.
Despacito y tratando de no hacer ruido, me fui hasta la cocina. Allí el único habitante viviente era un molesto grillo que no paraba de emitir su monótona melodía amorosa. Luego me encaminé a la sala de estar, e inmediatamente detrás de mí, apoyando su nariz húmeda y fría en mis piernas, estaba mi viejo perro caniche, cuya agitación delataba que estaba tan asustado como yo.
A todo esto, cada vez que un relámpago iluminaba la sala, mi imaginación multiplicaba los fantasmas al escuchar el misterioso ruido acompañado por un gemido quejumbroso.
Temblando como un títere descontrolado, sentí que mi corazón rebotaba acompasado cual tambor de ópera Wagneriana. Por un instante traté de controlarme, pero el misterioso ruido parecía repetirse con mayor frecuencia y aumentaba mi angustia. ¿Qué estaba pasando? ¿De dónde provenían esos golpes tan particulares, cuya contundencia no era metálica? ¿Quién estaría haciendo semejante alboroto? ¿Acaso una gresca callejera? ¿O tal vez un atraco? ¿Y por qué no una trágica desavenencia amorosa?
Mientras me invadía un sinnúmero de interrogantes, sorpresivamente, y como sincronizando los hechos, se encendieron las luces y los misteriosos ruidos se silenciaron. De inmediato un objeto pesado cayó por la chimenea envuelto en una nube de hollín y salió disparado hacia el ventanal que da al patio, donde rebotó contra el vidrio y volvió nuevamente a rondar en círculos buscando la salida de la trampa mortal.
Por fin abrí el ventanal y el furioso objeto encontró la anhelada libertad.
Se trataba de un enorme gato que había quedado entrampado en el pulmón de la chimenea.
No sé cómo era mi aspecto, pero el pelaje de mi perro blanco estaba negro carbón. Con sus ojos brillando de pánico, temblaba como una hoja mirándome desorientado.
Cada vez que recuerdo aquella noche, me pregunto si el perro se sintió tan ridículo como yo.
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