Los primos Patricio y Santiago habían nacido a escasos días de diferencia. Sus papás, los hermanos Dowling, sostenían que sus hijos eran la continuación de una dinastía de más de dos siglos, según sus cálculos.
Los chicos – compinches como lo fueron sus padres – sentían una atracción muy especial por Manuela, la dama de compañía de la abuela Brígida, porque les contaba cuentos fantásticos que ellos escuchaban con interés.
Un día Manuela les contó que cada vez que alguien se muere, una estrella se apaga y que cuando nace un niño, se enciende otra. Los niños se tomaron tan en serio aquella historia, que, durante muchas noches despejadas, se pasaban largas horas sumando y restando estrellas sin hallar en el universo respuesta a sus fantasías.
El asunto se complicó la noche que velaban a “Granny”, y salieron al parque que rodeaba la casona de la estancia “San Patricio”, para ver cuál era la estrella que se había apagado; pero “¡Oh sorpresa!”, el cielo estaba totalmente cubierto. Desilusionados ingresaron nuevamente a la casa y se ubicaron frente al “fire place” que irradiaba un calor acogedor. Desde allí observaban los rituales que los mayores practican cuando velan a los muertos.
Desde la habitación de “Granny” provenía permanentemente el ronroneo del rezo del rosario y otras advocaciones interminables, donde los chicos no podían entrar por la prohibición impuesta por tía Kate. En tanto, desde la cocina, se oía el murmullo de los hombres que, consumiendo té, café y abundante whisky, acompañaban a los deudos fumando habanos que repartía Agnes, la nieta mayor de los Dowling, hija de tía Kate. En el cuchicheo, de vez en cuando se oía alguna risa reprimida seguida de una tos descontrolada, producto de algún chiste o anécdota graciosa, tal vez subido de tono y que en estas circunstancias tenían abundante abono entre los hombres. Cuando se abría la puerta de la cocina se expandía una oleada de humo de exquisito aroma habanero.
Para los chicos el tema de las estrellas era inquietante por lo que necesitaban hablar y sacar conclusiones.
- ¿Cómo será morirse? preguntó Patricio en voz baja a su primo.
- Como apagar una vela – respondió Santiago con ínfulas cancheras de saber un poco más que Patricio
- ¿Así nomás, como apagar una vela?
- Así nomás... ¿No te acordás lo que nos contó Manuela?
- Sí, me acuerdo, pero mi mamá me dice siempre que no le crea mucho lo que dice Manuela...
- ¿Por?...
- Porque mi mamá dice que ‘la pobre vieja no sabe leer ni escribir, entonces inventa historias...´ respondió Patricio usando las mismas palabras de su mamá.
- ¡¿Qué inventa historias?! – preguntó el sorprendido Santiago - ¿Eso quiere decir que lo de las estrellas es un invento? – se preguntaba a sí mismo con dejo desencanto.
- Puede ser, no sé... ¿Vos qué pensás? – indagó Patricio
- No sé... Pero lo que sí sé, es que alguien puso esas nubes para que no pudiésemos ver las estrellas...
- ¿Quién...?
- Supongo que Dios... ¿Sino quién?... Solamente Dios puede hacer esas cosas...
- Aunque también San Pedro hace su parte... ¿Te acordás cuando “Granny” rezaba en la cama “San Pedro que llueva... San Pedro que pare de llover...San Pedro que salga el sol…” y tantas peticiones más?
- Pero San Pedro no se mete con las estrellas... – razonó Santiago bajoneado.
- Pero sí con las nubes... – replicó Patricio
En lo mejor del parloteo -que había aumentado de tono – se oyó un fuerte y sonoro “¡Shhhhhhht!” Era tía Kate que, asomada desde la sala mortuoria, los conminaba a cerrar la boca. Obedientes, agacharon la vista y guardaron silencio. Ya de madrugada, vencidos por el sueño, se quedaron profundamente dormidos. Algún día alguien se encargaría de contarles la historia de las estrellas y llenarían el hueco que esa noche les dejó aquel sueño infantil.
La mañana amaneció lluviosa y fría; un manto de neblina cubría todo el parque escarchado que lucía yermo, silencioso y triste. En la galería, los hombres conversaban sigilosos, repitiendo -tal vez una y mil veces- el mismo repertorio de la noche anterior en un intento por amortiguar el frío impiadoso de una brisa que castigaba sus rostros y calaba los huesos fatigados por una noche en vela. En el interior, el cura -que había pasado la noche en la casa- cotorreaba el Kirieleisón, Christeleison, Kirieleisón, Christe áudinos, Christe exaudinos… acompañado por los presentes que respondían a cada invocación del ritual. A las 9 en punto llegó el coche fúnebre tirado por seis percherones negros que lucían penachos al tono y despedían un vaho corporal condensado por el aire frio; detrás los dos cupés. Los conductores en los pescantes lucían sus rigurosas levitas, sombreros de copa y guantes blancos. El acompañante del conductor del fúnebre se apeó para ultimar los detalles del acompañamiento final con el ataúd a pulso. En cuanto el cura terminó con las oraciones, los dolientes besaron la frente de la difunta y luego taparon el féretro en medio de sollozos. Manuela lanzaba gemidos prolongados, haciendo honor al antiguo legado criollo de las plañideras. Los hombres tomaron las empuñaduras del féretro y lentamente comenzaron la marcha hacia el carruaje que esperaba frente al portal de la casona; los caballos comenzaron a andar a pasos acompasados, hasta recorrer unos 100 metros donde los hombres acomodaron el ataúd en la carroza poniendo fin al acompañamiento mientras cada uno regresaba a sus vehículos para continuar la marcha hasta la iglesia del pueblo. Los hermanos Dowling con sus respectivas esposas e hijos subieron al primer cupé, mientras la tía Kate con su marido, su hija Agnes y Manuela lo hicieron en el segundo. El adjunto del coche fúnebre observaba el desplazamiento de la gente y una vez comprobado que cada cual había ascendido a sus vehículos, trepó y se ubicó en el pescante junto al conductor; entonces se inició la marcha hacia la iglesia del pueblo.
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