Mientras la luna serena
baña con su luz de plata
como un sollozo de pena
se oye cantar su canción
dulce y sentida
que todo el barrio escuchaba
cuando el silencio reinaba
en el viejo caserón.
Entre los nuevos moradores del viejo caserón abandonado, había personajes disímiles y comportamientos múltiples. Los que más se destacaban eran un policía y un sindicalista; el primero manso y retraído, y el otro, revoltoso y pendenciero. Ambos tenían mujer e hijos y cada cual atendía su juego.
El policía, que de tira no tenía nada, era conocido en solfa como “Vito Nervio”, y a su mujer la bautizaron “Terencia” porque, además de piernas flacas y largas, era tan quilombera como tero cuidando el nido. Obsesiva al extremo por la limpieza, obligaba a los chicos a permanecer en la galería, mientras ella aseaba el cuarto, sin importarle las inclemencias del tiempo; su manía por el aseo no impedía que el frío invernal frenara su batalla impetuosa contra la mugre.
En un cuarto más al fondo vivía Carlos Leiva, conocido popularmente como “El Cacho”, que en su revire alcohólico se consideraba el capo máximo del conventillo. Allí habitaba con su mujer y una tracalada de chicos propios y ajenos, y el aseo no era precisamente una de sus virtudes.
La vida del rufián estaba marcada por estigmas de una juventud plagada de delitos. Durante muchos años fue líder de la patota que custodiaba a un alemán neonazi que manejaba el Sindicato de Estibadores. Cuando el germano fue asesinado por una runfla rival, el grupo se disolvió y “el Cacho” con sus secuaces perdió el dominio sindical. Incapaz de controlar sus emociones, “el Cacho” se entregó totalmente al chupe, y cuando el vicio se arraigó, perdió el control de sus actos.
Esto provocó que la precaria convivencia en el conventillo también se resintiera. Cada vez que “el Cacho” llegaba empeludado, hinchaba los quinotos con arrojarse al pozo de agua, poniendo en jaque a todo el consorcio, que presurosamente se empeñaba en disuadirlo de tamaño despropósito. La escena, que se repetía hasta el hartazgo, pasó a ser tan habitual, que una noche los vecinos optaron por ignorar al maniático suicida. Entonces "el Cacho" se desinfló; comprendió que sus amenazas ya no infundían el terror habitual y sintió los efectos del abandono y el sabor amargo de la derrota.
En penumbras, y rodeado por una decena de galgos pulgosos, el curda no resistió la indiferencia, y con gritos furiosos se fue hasta el corredor iluminado por una lámpara de 15. Allí se plantó frente al caño del “Mariposa” Cornejo; golpeó la puerta y no obtuvo respuesta. Pero enseguida reaccionó: “¡Perdoname comilón!”, le dijo, recordando que el trolo era amigo del Juez. De inmediato se fue hasta la próxima habitación; allí tampoco le dieron pelota. Enfurecido, retrocedió unos pasos para tomar impulso y encaró la puerta con toda furia; la cerradura cedió y "el Cacho" pasó de largo. ¡Entonces sí que se armó un batuque descomunal! Se desató un griterío infernal entre la mujer y los niños que allí dormían. Desparramado por el suelo, el infeliz estaba desorientado, y cuando se encendió la luz, se encontró con el gigantesco polizonte parado en calzoncillos junto a la catrera. Con los puños tensos -señal de bronca reprimida- el botón, hinchado por las bravuconadas del disquero, no estaba dispuesto a comerse otro garrón. Sin vueltas conminó al hinchapelotas a que se fuera; pero el rebelde "Cacho" ignoró el mandato y pretendió impartir órdenes desde su incómoda postura. Tremenda insolencia recalentó a "Vito Nervio" que, con destreza profesional, tomó el fierro reglamentario y lo apoyó en la sabiola del intruso. Recién entonces "el Cacho", abatido, comprendió la gravedad de su falta.
El toletole fue tan grande que los vecinos, previendo una desgracia, se apresuraron a llevarlo arrastrado hasta su cuarto. Allí lo tumbaron sobre un cotín mugroso, donde “el Cacho” lloró sus penas a moco tendido.
"El Cacho" volvió a mamarse muchas veces más, pero jamás olvidó el frío que le dejó en la frente, el fierro de "Vito Nervio". Es que esa noche volvió a sentir el aliento helado de la descarnada, que, merodeando la mansión de Madame Bouchard, esperaba con paciencia llevárselo por la rejilla.
Cuando regresó el silencio, se oyó el canto amoroso de los grillos; también se vieron los cortejos luminosos de las luciérnagas, mientras a lo lejos, una radio trasmitía música de Francisco Canaro y la voz de Charlo cantando “Duelo Criollo”. Era una clara señal de que el mundo seguía andando.
A pesar de tantos avatares, el caserón se mantenía erguido y orgulloso de su estirpe. Otra vez la flaca había penetrado sus muros y se fue sin su presa. ¡Había entrado tantas veces, que ya no la tenían en cuenta! Desde aquella primera vez, cuando llegó atraída por la lujuriosa festichola de Madame Bochard, sus visitas fueron rutinarias. La mishiadura, principal generadora de pestes, parecía haberse asociado a la implacable tremebunda empeñada en llevarse más gente a la casa del pueblo.
Mientras tanto, y como una bataclana descangayada, la antigua mansión sintió el implacable efecto de los años. Con su fachada descascarada y los ladrillos al descubierto cual heridas abiertas, parecía esperar con resignación, el abandono de sus humildes moradores.
El tango
Jorge Luis Borges, 1958
¿Dónde estarán? Pregunta la elegía
De quienes ya no son como si hubiera
Una región, en que el Ayer pudiera
Ser el Hoy, el Aún y el Todavía.
¿Dónde estará (repito) el malevaje
Que fundó, en polvorientos callejones
De tierra o en perdidas poblaciones,
La secta del cuchillo y del coraje?
¿Dónde estarán aquellos que pasaron
Dejando a la epopeya un episodio,
Una fábula al tiempo, y que sin odio
Lucro o pasión de amor se acuchillaron?
Los busco, en su leyenda, en la postrera
Brasa que, a modo de una vaga rosa
Guarda algo de esa chusma valerosa
De los Corrales y de Balvanera.
¿Qué oscuros callejones o qué yermo
Del otro mundo habitará la dura
Sombra de aquél que era una sombra oscura
Muraña, ese cuchillo de Palermo?
¿Y ese Iberra fatal (de quien los santos
se apiaden) que en un puente de la vía,
Mató a su hermano el Ñato, que debía
Más muertos que él, y así igualó los tantos?
Una mitología de puñales
Lentamente se anula en el olvido;
Una canción de gesta se ha perdido
En sórdidas noticias policiales.
Hay otra brasa, otra candente rosa
De la ceniza que los guarda enteros;
Ahí están los soberbios cuchilleros
Y el peso de la daga silenciosa.
Aunque la daga hostil o esa otra daga,
El tiempo, los perdieron en el fango,
Hoy, más allá del tiempo y de la aciaga
Muerte, esos muertos viven en el tango.
En la música están, en el cordaje
De la terca guitarra trabajosa,
Que trama en la milonga venturosa
La fiesta y la inocencia del coraje.
Gira en el hueco la amarilla rueda
De caballos y leones, oigo el eco
De esos tangos de Arolas y de Greco,
Que yo he visto bailar en la vereda.
En un instante que hoy emerge aislado,
Sin antes ni después, contra el olvido,
Y que tiene el sabor de lo perdido,
De lo perdido y lo recuperado.
En los acordes hay antiguas cosas:
El otro patio y la entrevista parra.
(Detrás de las paredes recelosas
El Sur guarda un puñal y una guitarra)
Esa ráfaga, el tango, esa diablura,
Los atareados años desafía;
Hecho de polvo y tiempo, el hombre dura
Menos que la liviana melodía.
Que sólo es tiempo. El tango crea un turbio
Pasado irreal que de algún modo es cierto.
Un recuerdo imposible de haber muerto
Peleando, en una esquina del suburbio.
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