Gozaba de una envidiable estampa varonil, y aunque
algunos lo catalogaban como un desfachatado afecto al trago, a la hora de las
reuniones sociales, Willy acaparaba la atención de las damas casaderas que
andaban a los saltos para pescar marido. "¡Se atropellan como
vacas para estar con él!" decían con cierto malestar los jóvenes
del pueblo, que se sentían desplazados por este exótico galán.
Desde otra perspectiva, los hombres admiraban a Willy
por su manera de encarar la vida. Jamás se sometió a terceros para salir
adelante. Según sus propias palabras, había comenzado a trabajar de postillón a
los 11 años, y ahora a los 25 era mayoral de una empresa de pasajeros que
surcaba oscuros caminos de rastrillada, eludiendo los peligros de las salvajes
llanuras pampeanas. Para este trabajo era necesario contar con astucia y
bizarría, cualidades que seguramente Willy poseía.
Por eso Jacinto Pedernera, mayordomo de la
estancia “El Trébol”, idolatraba al desfachatado irlandés y
sentía especial afecto por él. "¡Cuánto hubiera querido ser como
Willy!” se lamentaba para sí. Si no fuese por los tropiezos que le
deparó la vida, seguramente él hubiera hecho como Willy: salir a trabajar por
su cuenta y forjarse un camino sin otra ayuda que la fuerza de sus brazos y el
golpe de sus puños. Sin dudas hoy sería un atrevido parrandero como él.
¡Cuántas veces se imaginaba junto al "gran Willy" apostando
a los burros o compartiendo interminables noches de tugurios apestosos, hasta
la consumación de las velas! ¡Toda una entelequia, como si sus años le
permitieran tanta osadía!
No obstante, y sabiendo que Willy era capaz de
esfumarse en una noche de timba la poca o nada fortuna que poseía, Jacinto
consideraba que era el único capaz de conquistar a la joven viuda Echeverría,
propietaria de la estancia a su cargo y heredera de gran fortuna.
Un día de marzo de 1898, Willy estaba en el boliche en
una partida de truco cuando se armó un gran tiroteo en los alrededores de la
plaza del pueblo. La pelotera se volvió tan virulenta, que todo el vecindario
se recluyó en sus casas. Empujado por su instinto aventurero, Willy salió
dispuesto a entrar en acción y se topó con un grupo de estibadores acurrucados
detrás de un carruaje. Rápidamente y a los saltos como esquivando charcos, se
fue hasta ellos. "Los esquineros", que siempre
sabían todo el acontecer del pueblo, esta vez estaban desorientados. Sólo
notaron la disparidad numérica entre los bandos antagónicos. Sin saber por qué
-ni para qué- Willy corrió hacia el grupo que estaba atrincherado detrás del
paredón de ramos generales y se plegó a la causa con disparos al aire, como
queriendo ahuyentar fantasmas. A los pocos minutos se terminaron las balas y la
policía arrestó a los revoltosos. Muy de madrugada los liberaron de uno en uno.
Cuando le tocó el turno a Willy, el Comisario Severo Espíndola condicionó su
libertad.
- “Estás de suerte, Willy. En este despelote
no hay muertos; de manera que hacéte humo y no vuelvas al pueblo hasta después
de las elecciones. ¿Está claro?”
El clima estaba espeso y Willy, que vivía parte de su
tiempo viajando, desconocía los códigos pueblerinos y acató la orden sin
chistar. Había cometido un error: En la gresca, se plegó al bando enfrentado al
jefe político del distrito.
Desde aquel día, otros fueron los caminos de Willy.
Sus empleadores, que sabían de sus locuras, lo destinaron a cubrir el tramo
comprendido entre Pergamino y un nuevo paraje llamado “El Tuerto
Venado” ubicado en la pampa del sur santafesino. Allá, en la desértica
llanura de horizontes infinitos, seguramente Willy encontraría un nuevo desafío
para sus locuras aventurera.
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