EL GRAN WILLY
Willy era un empedernido jugador que no dudaba en
pedir prestado para apostar a las cuadreras; o para refugiarse en algún garito
clandestino hasta bien avanzada la madrugada. Sin embargo, a pesar de sus
andanzas "non sanctas", poseía una gran virtud:
cuando ganaba, devolvía hasta el último centavo.
Gozaba de una envidiable estampa varonil, y aunque
algunos lo catalogaban como un desfachatado afecto al trago, a la hora de las
reuniones sociales, Willy acaparaba la atención de las damas casaderas que
andaban a los saltos para pescar marido. "¡Se atropellan como
vacas para estar con él!" decían con cierto malestar los jóvenes
del pueblo, que se sentían desplazados por este exótico galán.
Desde otra perspectiva, los hombres admiraban a Willy
por su manera de encarar la vida. Jamás se sometió a terceros para salir
adelante. Según sus propias palabras, había comenzado a trabajar de postillón a
los 11 años, y ahora a los 25 era mayoral de una empresa de pasajeros que
surcaba oscuros caminos de rastrillada, eludiendo los peligros de las salvajes
llanuras pampeanas. Para este trabajo era necesario contar con astucia y
bizarría, cualidades que seguramente Willy poseía.
Por eso Jacinto Pedernera, mayordomo de la
estancia “El Trébol”, idolatraba al desfachatado irlandés y
sentía especial afecto por él. "¡Cuánto hubiera querido ser como
Willy!” se lamentaba para sí. Si no fuese por los tropiezos que le
deparó la vida, seguramente él hubiera hecho como Willy: salir a trabajar por
su cuenta y forjarse un camino sin otra ayuda que la fuerza de sus brazos y el
golpe de sus puños. Sin dudas hoy sería un atrevido parrandero como él.
¡Cuántas veces se imaginaba junto al "gran Willy" apostando
a los burros o compartiendo interminables noches de tugurios apestosos, hasta
la consumación de las velas! ¡Toda una entelequia, como si sus años le
permitieran tanta osadía!
No obstante, y sabiendo que Willy era capaz de
esfumarse en una noche de timba la poca o nada fortuna que poseía, Jacinto
consideraba que era el único capaz de conquistar a la joven viuda Echeverría,
propietaria de la estancia a su cargo y heredera de gran fortuna.
Un día de marzo de 1898, Willy estaba en el boliche en
una partida de truco cuando se armó un gran tiroteo en los alrededores de la
plaza del pueblo. La pelotera se volvió tan virulenta, que todo el vecindario
se recluyó en sus casas. Empujado por su instinto aventurero, Willy salió
dispuesto a entrar en acción y se topó con un grupo de estibadores acurrucados
detrás de un carruaje. Rápidamente y a los saltos como esquivando charcos, se
fue hasta ellos. "Los esquineros", que siempre
sabían todo el acontecer del pueblo, esta vez estaban desorientados. Sólo
notaron la disparidad numérica entre los bandos antagónicos. Sin saber por qué
-ni para qué- Willy corrió hacia el grupo que estaba atrincherado detrás del
paredón de ramos generales y se plegó a la causa con disparos al aire, como
queriendo ahuyentar fantasmas. A los pocos minutos se terminaron las balas y la
policía arrestó a los revoltosos. Muy de madrugada los liberaron de uno en uno.
Cuando le tocó el turno a Willy, el Comisario Severo Espíndola condicionó su
libertad.
- “Estás de suerte, Willy. En este despelote
no hay muertos; de manera que hacéte humo y no vuelvas al pueblo hasta después
de las elecciones. ¿Está claro?”
El clima estaba espeso y Willy, que vivía parte de su
tiempo viajando, desconocía los códigos pueblerinos y acató la orden sin
chistar. Había cometido un error: En la gresca, se plegó al bando enfrentado al
jefe político del distrito.
Desde aquel día, otros fueron los caminos de Willy.
Sus empleadores, que sabían de sus locuras, lo destinaron a cubrir el tramo
comprendido entre Pergamino y un nuevo paraje llamado “El Tuerto
Venado” ubicado en la pampa del sur santafesino. Allá, en la desértica
llanura de horizontes infinitos, seguramente Willy encontraría un nuevo desafío
para sus locuras aventurera.
Fragmento de: https://venadotuerto2017.blogspot.com/
FIDELIDAD
Un llamado telefónico al obispado alteró la
tranquilidad de aquella mañana de enero y el señor Obispo, hombre expeditivo,
le ordenó al Padre Rafael, su secretario canciller, que fuera urgente a la
parroquia Santa Rosa del Barrio Norte, donde supuestamente una imagen de la
Virgen María vertía lágrimas.
El Padre Rafael, que contaba con algunos años más que
el señor Obispo, era considerado por éste como su amigo personal y mejor
consejero. Es que el sacerdote, además de ser una persona carismática, gozaba
de prestigio comunitario, cuyas cualidades cosechó durante más de 40 años en el
ministerio pastoral. Jovial y de excelente relación personal con todo el mundo,
no importaba si era ateo, evangélico o anticlerical, por eso era catalogado
como “un cura de verdad”, humano y despojado de todo rasgo santurrón. Si
el Padre Rafael asistía a una fiesta de bodas, bailaría el vals con la novia y
hasta una milonga canyengue con quien quisiera acompañarlo; o bien cantaría un
tango al mejor estilo gardeliano en cualesquiera de las peñas a las que
concurría con asiduidad, y que era frecuentadas por mecánicos, herreros,
empleados públicos y hasta funcionarios políticos, más alguno que otro
quimérico intelectual, que los había y en abundancia. Ese aprecio especial del
señor obispo por su colaborador, se descubría cuando con determinación, salía a
defenderlo de los chismes de algunos olfas que pululaban las sacristías y que
apuntaban a una supuesta relación íntima con Irma, su secretaria parroquial,
una solterona que cumplía con eficacia su labor y que jamás permitiría que un
escándalo empañara la imagen de su párroco.
El primer informe de Rafael sobre la virgen llorona fue
escueto. Le dijo al señor Obispo que, efectivamente, sobre los ojos de la
imagen de la Virgen había signos de humedad, lo que confirmó cuando pasó sus
dedos y le supo salado, por lo que ambos acordaron mantener silencio. Era
necesario esperar y ver qué rumbo tomaban los hechos, sabiendo la sensibilidad
mariana de los fieles y la simpatía que tenían por el párroco del lugar, un
muchacho joven con signos excéntricos.
Pero ese desensillar hasta que aclare, estalló al día
siguiente, cuando Rafael debió concurrir nuevamente de urgencia a la parroquia
del caso enigmático. Allí se encontró con un panorama alarmante. La imagen de
la Virgen de las lágrimas hecha pedazos junto a una escalera tijera volcada en
el piso; la secretaria, con un ataque de histeria y el párroco llevado de
urgencia al hospital.
Ante este panorama, y viendo la parálisis de la
feligresía, Rafael en persona tomó la escoba y juntó los restos de la imagen
que depositó en una bolsa plástica. “Me llevo los restos, vamos a intentar
restaurarla”, dijo y se retiró a la sacristía. Allí, en sigilo, le dijo a
la secretaria que enterrara la bolsa en un rincón del predio, porque era
imposible su restauración y que él se encargaría de reemplazarla por otra
imagen. Luego se fue al hospital para ver al párroco a quien le preguntó qué
significaba el gotero con agua salada que encontró entre los escombros.
El nuevo informe de Rafael al señor Obispo señalaba
que el párroco se encontraba bien y que sería dado de alta en horas de la
tarde. En cuanto al gotero, había admitido que lo utilizaba para mojar el
rostro de la imagen con la finalidad de atraer feligreses que en esos tiempos
eran escasos. También confesó que el goteo lo hacía temprano por la mañana en
total oscuridad y que, al subir por la escalera, tambaleó y se vino abajo con
la imagen y no pudo amortiguar el golpe que lo dejó inconsciente.
“Lo principal -dijo el Obispo- es que en este lío no se
murió nadie”. De manera que nuevamente acordaron dejar todo como estaba y
esperar la evolución de los hechos.
Al día siguiente muy temprano, el Padre Rafael fue a
la parroquia Santa Rosa para interiorizarse sobre el estado de salud del joven
párroco, pero cuando llegó ¡Oh, sorpresa! El predio estaba colmado de gente. “Alguien
soltó el gato de la bolsa” pensó Rafael. Se acercó a los fieles y se
encontró con un altar precario con los restos de la imagen accidentada y los
fieles implorando perdón y misericordia por lo que consideraban era una obra
del demonio.
Y otra vez Rafael informó al señor Obispo sobre los
acontecimientos. Se había quebrado el sigilo al que había recurrido para zafar
del embrollo.
“Rafael, creí que usted conocía a las
mujeres” le dijo el Obispo.
El sacerdote, que interpretó las palabras sutiles del
superior, le respondió: “Sí señor Obispo, creo conocerlas bien. Las mujeres
saben guardar silencio, pero sufren de una debilidad: Creen ciegamente en la
fidelidad de los hombres. La secretaria parroquial le había encargado al
jardinero que, en sigilo, enterrara la bolsa”.
RESUCITADO
Beatriz
Carreño era la podóloga de Fernando desde que eran vecinos del barrio, hasta
que ella se mudó tras su divorcio. El día que Fernando fue a hacerse atender,
la conversación giró -como siempre- alrededor de los hechos y las personas que ambos
conocían en común desde los años 60, cuando creían que los abriles eran eternos. Los
temas incluían casamientos, nacimientos, separaciones, enfermedades y por
supuesto, fallecimientos. En ese momento Beatriz recordó a Rodolfo Pardal, más
popularmente conocido como “el Rolo”, un muchacho con un antojadizo delirio por
la música de trompeta, a tal punto que, donde quiera que fuese, llevaba consigo
el instrumento a cuestas. “El Rolo” ayudaba
a su padre, don Vicente Pardal, un electricista de reconocida trayectoria y
fiabilidad comunitaria. Pero don Vicente padecía con su hijo porque, según
decía, no había manera de hacerlo trabajar; mientras él perforaba paredes,
instalaba caños y pasaba cables, "el Rolo” se sentaba donde fuere, y comenzaba
a soplar la trompeta.
Un
día, mientras trabajaban en el departamento “B” de un edificio, la anciana del “C”
comenzó a golpear desaforadamente la puerta del “B” implorando por favor que
dejaran de sonar la corneta porque el perro ladraba y la estaba volviendo loca.
El pobre don Vicente ya no sabía qué hacer con "el Rolo”, porque si lo
apuraba un poco se iba con la trompeta y lo dejaba solo sin que alguien le
alcanzara las herramientas. Además, según don Vicente, “el Rolo” no sabía hacer
otra cosa que no fuera soplar la trompeta.
Continuando
la plática, Beatriz se lamentaba del fallecimiento de “el Rolo”, noticia que
sobresaltó a Fernando, porque no sabía de su muerte; ella le dijo que se había
enterado por unos amigos de la peña del Centro de Jubilados, al que “el Rolo”
concurría para hacer sonar su trompeta en la orquesta del negro Fermín Lepes,
un jubilado que supo integrar la afamada banda cumbiera de Eleuterio Pigliapoco.
Compungido
por la noticia, Fernando regresó al barrio y se fue hasta la casa de “el Rolo”;
lo atendió el hijo, y Fernando sutilmente le preguntó:
“¿Cómo
está 'el Rolo'?”
“Bien”
respondió el pibe, “escúchelo don Fer” dijo haciendo una mueca hacia atrás,
desde donde venía el trinar de la trompeta, “Mientras el viejo sople la
trompeta, acá no se muere nadie” bromeó.
Fernando
se alegró de oír el estridente instrumento diabólico al que más de una vez
deseó aplastar a garrotazos. “Sin dudas”, pensó Fernando, “Beatriz agarró el
gato por la cola y se confundió de finado”.
“Decíle
a tu papá que Beatriz quiere saber cómo está porque hace mucho que no se hace
arreglar los pies”, mintió piadosamente.
“Ok,
don Fer, ahora le digo que le pida un turno” respondió el muchacho y se
despidieron.
Al día siguiente “el Rolo” le comentaba a
Fernando: “Cuando la llamé por teléfono para pedirle un turno, no me respondió,
solamente oí un ruido, como que algo se había caído. Seguro que ahí le dio el
infarto”.
Fernando
guardó silencio y continuó hablando de bueyes perdidos.
AMIGOS PARA SIEMPRE
“Nuestro amigo está en un lugar
donde todos iremos algún día,
por ahora se nos adelantó
y nos deja el grato recuerdo
de una amistad
tan valiosa e inolvidable”.
Sucedió en la década del 50, el día que murió el
tropero Aquilino Monzón. Durante su ancianidad Aquilino vivió sus últimos años
“de regalo” en el puesto Nº 3 de la Estancia “La Británica”, de Alejandro
Estrugamou. Digo “de regalo”, no porque
su patrón fuese generoso, sino porque sus amigos, intercedieron ante el
mayordomo para que el viejo permaneciera en su querencia en el ocaso de su
vida. Cuando cumplió los 70 Aquilino pasó a retiro con una mísera jubilación y
un capital compuesto por los enseres del rancho, el matungo “Pajarito” y una
montura deshilachada; además del fiel “Cachilo”, un perro ovejero alemán que le
regaló el cura del pueblo y que también estaba en el otoño de su existencia.
Eran las 10 de la mañana del sábado 16 de febrero del
52, cuando en el silencio veraniego de la pampa, Aquilino mateaba a la sombra
del chañar frente al rancho. De pronto una brisa norteña sacudió los ramales
del árbol; “Cachilo” gruñó y se asustó cuando su amo dejó caer el mate para
reclinarse en el respaldo del banco.
Ese mediodía, como lo hacía habitualmente, pasó por el
puesto el “Cholo” Cutró y se encontró con la triste escena de Aquilino sin vida
y “Cachilo” acurrucado a sus pies. El “Cholo”, acostumbrado a trabajos pesados,
alzó al viejo en sus brazos y lo tendió en el catre; luego salió a dar la
noticia.
Al atardecer la peonada en pleno estaba velando a su
amigo Aquilino. “El Cholo” Cutró, “El Chueco” Saravia, Juan Sandoval,
“Pirincho” Contreras, “El Nene” Bursa y algunos más permanecieron hasta entrada
la noche con Aquilino cómodamente instalado en su ataúd. Mientras tanto se
había encendido el fuego y en la parrilla chillaba un costillar cuyo aroma
apetitoso hacía rugir las tripas.
Los presentes se amucharon alrededor de la parrilla
para saborear el manjar con una buena dosis de tintillo. Entre bocado y bocado
corrían leyendas y recuerdos del finado, de quien todos guardaban el mejor de
los recuerdos. De vez en cuando alguno alzaba su copa y brindaba en su honor.
Era medianoche y solamente quedaron los más íntimos.
Cuatro amigos inseparables que comenzaron a aburrirse. “El Cholo” Cutró que
lideraba el grupo, comenzó a lamentarse por la muerte de Aquilino y consideró
que no era esta la manera de despedirlo.
- “Esta noche no va a venir más gente…” -dijo con
lamento- “Y esto se está poniendo muy pesao”.
- “Y qué vamo a hacer, “Cholo” -acotó Pirincho
Contreras- "No podemos dejarlo solo al finado, tenemo que velarlo…”
- “Es precisamente eso lo que no vamo a hacer…”
-retrucó “el Cholo”- “Lo vamo a llevar con nosotro a tomar unas copas al
'Coloso'”.
Y así lo hicieron. Cargaron el jonca y a
"Cachilo" en la chata del “Chueco” y partieron rumbo al boliche “El
Coloso”. Allí pasaron la noche entre copas y truco; mientras afuera Aquilino y el "Cachilo" esperaban pacientemente en la chata.
Apenas despuntó el día, emprendieron el regreso al
rancho donde continuó el velorio hasta la hora del sepelio.
Así son los verdaderos amigos, los que no te abandonan
ni el día de tu muerte.
LA MANSIÓN
“Cuna de tauras y cantores,
de broncas y entreveros,
de todos mis
amores....
En tus muros, con mi acero,
yo grabé nombres que quiero”
Fin de fiesta
El viejo edificio se erguía cual reliquia intocable
del arrabal. De paredes altas y revoques finos, era una de las tantas
construcciones diseñadas por arquitectos de exquisitos gustos parisinos.
Edificada con finos ladrillos amoldados por manos callosas de hombres y mujeres
que, bajo el sol ardiente de la pampa, deprisa consumían la fragilidad de sus
vidas.
Para disgusto de muchos que deseaban verla arrasada,
la antigua mansión conservaba los rasgos señoriales de los años 30, cuando
Madame Bouchard organizaba tertulias, en las que se bailaban tangos bajo la
lluvia espumosa de champaña.
Y fue precisamente en una de esas festicholas donde la
Baronesa perdió la vida en medio de un fárrago etílico, que desató intrigas
lujuriosas y celos exagerados en una noche desenfrenada.
Aquella fatídica noche Epifanio Avellaneda, “el
dandy”, perdió los estribos cuando sorprendió a su amigo ensartado en la bañera
con la anfitriona. Más caliente que africano con fiebre, se volvió al salón, le
arrebató la faca al “gurí” Salvador Carrillo y se lanzó con furia sobre la
pareja. El fierro se hundió hasta el mango en el corazón de la franchuta y en
instantes las pompas se tiñeron de rojo. En medio del revoltijo, como dos
fantasmas púrpuras, el maricón y el bufa rajaron para perderse en la nebulosa
madrugada.
Se dijo que el progenitor del “Dandy” los embarcó a
Europa, con el recaudo de unas cuantas hectáreas malvendidas y un buen lote
ganadero fletado al frigorífico. El reparto de divisas que hizo el hacendado
debió ser muy grande para blanquear el crimen, porque a escasos días de aquel
zafarrancho, el estanciero buscó la muerte con un balazo en el pecho que lo
transportó a Camposanto.
El frangoyo nunca se aclaró. Entre el ave negra
defensor, el Fiscal y el Juez de la causa, se encargaron de acomodar el fato.
“El gurí”, dueño de la faca homicida, cargó con la romana a cambio de una
mísera cometa que le permitió zafar de la gayola de por vida. Sentenciado por
forzar el delito, el pobre diablo se chupó dos años en cafúa por un crimen que
no cometió.
Cuando la milicada penetró los muros a las órdenes del
sargento Diógenes Guiñazú, alias “El Tordo” -más aficionado al choreo que a
investigar- fue el fin de la aristocrática mansión. Esa madrugada no quedó un
solo hueco sin revisar, y en pocos días la casona quedó desmantelada. Nadie
supo adónde fueron a parar los muebles de estilo, la vajilla de porcelana
Meissen y cristalería Baccarat de la Baronesa.
Pero no faltó un alcachofa orejero habitué del
piringundín de la Porota Pardo, que vichó las copas de cristal tallado, en
remplazo de los habituales cafaña. Al decir de “la Porota” se trataba de una
“gentileza de un habitué distinguido de la casa”. ¡Cómo sería de “distinguido”
ese cliente, que hasta le regaló una cadena para el inodoro, igualita a la de
la mansión! Para “el Tordo” todo servía
con tal de garronearle un favor a la Pardo.
Dos años más tarde, reducida la condena por buen
comportamiento, “el gurí” abandonó la cañota y volvió a garufear por el
ambiente, hasta que finalmente terminó en un zanjón envainado por una trotera
del boliche “La soledad”.
Desde aquel lejano día todo se volvió silencio y
abandono en la mansión. La maleza invadió sus jardines y la humedad ennegreció
sus paredes. Los pájaros anidaron en sus tirantes y el chillar de los gorriones
la envolvió con sonidos de vida silvestre.
Sus amplios cuartos, distribuidos a lo largo de una
espaciosa galería -alguna vez adornada con macetas de arcilla y hojas de salón
- tenían un aire aristocrático que el tiempo se encargó de borrar. Ahora,
alguna que otra maceta de lata con escuálidos malvones y el aljibe con el
brocal ladeado, reflejaban el desdén de usurpadores furtivos. Un nuevo estilo
de vida se gestaba en “La mansión”.
CASERÓN ANTIGUO
Mientras la luna serena
baña con su luz de plata
como un sollozo de pena
se oye cantar su canción
dulce y sentida
que todo el barrio escuchaba
cuando el silencio reinaba
en el viejo caserón.
Entre los nuevos moradores del viejo caserón
abandonado, había personajes disímiles y comportamientos múltiples. Los que más
se destacaban eran un policía y un sindicalista; el primero manso y retraído, y
el otro, revoltoso y pendenciero. Ambos tenían mujer e hijos y cada cual
atendía su juego.
El policía, que de tira no tenía nada, era conocido en
solfa como “Vito Nervio”, y a su mujer la bautizaron “Terencia” porque, además
de piernas flacas y largas, era tan quilombera como tero cuidando el nido.
Obsesiva al extremo por la limpieza, obligaba a los chicos a permanecer en la
galería, mientras ella aseaba el cuarto, sin importarle las inclemencias del
tiempo; su manía por el aseo no impedía que el frío invernal frenara su batalla
impetuosa contra la mugre.
En un cuarto más al fondo vivía Carlos Leiva, conocido
popularmente como “El Cacho”, que en su revire alcohólico se consideraba el
capo máximo del conventillo. Allí habitaba con su mujer y una tracalada de
chicos propios y ajenos, y el aseo no era precisamente una de sus virtudes.
La vida del rufián estaba marcada por estigmas de una
juventud plagada de delitos. Durante muchos años fue líder de la patota que
custodiaba a un alemán neonazi que manejaba el Sindicato de Estibadores. Cuando
el germano fue asesinado por una runfla rival, el grupo se disolvió y “el
Cacho” con sus secuaces perdió el dominio sindical. Incapaz de controlar sus emociones, “el
Cacho” se entregó totalmente al chupe, y cuando el vicio se arraigó, perdió el
control de sus actos.
Esto provocó que la precaria convivencia en el
conventillo también se resintiera. Cada vez que “el Cacho” llegaba empeludado,
hinchaba los quinotos con arrojarse al pozo de agua, poniendo en jaque a todo
el consorcio, que presurosamente se empeñaba en disuadirlo de tamaño
despropósito. La escena, que se repetía hasta el hartazgo, pasó a ser tan
habitual, que una noche los vecinos optaron por ignorar al maniático suicida.
Entonces "el Cacho" se desinfló; comprendió que sus amenazas ya no
infundían el terror habitual y sintió los efectos del abandono y el sabor
amargo de la derrota.
En penumbras, y rodeado por una decena de galgos
pulgosos, el curda no resistió la indiferencia, y con gritos furiosos se fue
hasta el corredor iluminado por una lámpara de 15. Allí se plantó frente al
caño del “Mariposa” Cornejo; golpeó la puerta y no obtuvo respuesta. Pero
enseguida reaccionó: “¡Perdoname comilón!”, le dijo, recordando que el trolo
era amigo del Juez. De inmediato se fue hasta la próxima habitación; allí
tampoco le dieron pelota. Enfurecido, retrocedió unos pasos para tomar impulso
y encaró la puerta con toda furia; la cerradura cedió y "el Cacho"
pasó de largo. ¡Entonces sí que se armó un batuque descomunal! Se desató un
griterío infernal entre la mujer y los niños que allí dormían. Desparramado por
el suelo, el infeliz estaba desorientado, y cuando se encendió la luz, se
encontró con el gigantesco polizonte parado en calzoncillos junto a la catrera.
Con los puños tensos -señal de bronca reprimida- el botón, hinchado por las
bravuconadas del disquero, no estaba dispuesto a comerse otro garrón. Sin
vueltas conminó al hinchapelotas a que se fuera; pero el rebelde
"Cacho" ignoró el mandato y pretendió impartir órdenes desde su
incómoda postura. Tremenda insolencia recalentó a "Vito Nervio" que,
con destreza profesional, tomó el fierro reglamentario y lo apoyó en la sabiola
del intruso. Recién entonces "el Cacho", abatido, comprendió la
gravedad de su falta.
El toletole fue tan grande que los vecinos, previendo
una desgracia, se apresuraron a llevarlo arrastrado hasta su cuarto. Allí lo
tumbaron sobre un cotín mugroso, donde “el Cacho” lloró sus penas a moco
tendido.
"El Cacho" volvió a mamarse muchas veces
más, pero jamás olvidó el frío que le dejó en la frente, el fierro de
"Vito Nervio". Es que esa noche volvió a sentir el aliento helado de
la descarnada, que, merodeando la mansión de Madame Bouchard, esperaba con
paciencia llevárselo por la rejilla.
Cuando regresó el silencio, se oyó el canto amoroso de
los grillos; también se vieron los cortejos luminosos de las luciérnagas,
mientras a lo lejos, una radio trasmitía música de Francisco Canaro y la voz de
Charlo cantando “Duelo Criollo”. Era una clara señal de que el mundo seguía
andando.
A pesar de tantos avatares, el caserón se mantenía
erguido y orgulloso de su estirpe. Otra
vez la flaca había penetrado sus muros y se fue sin su presa. ¡Había entrado
tantas veces, que ya no la tenían en cuenta! Desde aquella primera vez, cuando
llegó atraída por la lujuriosa festichola de Madame Bochard, sus visitas fueron
rutinarias. La mishiadura, principal generadora de pestes, parecía haberse
asociado a la implacable tremebunda empeñada en llevarse más gente a la casa
del pueblo.
Mientras tanto,
y como una bataclana descangayada, la antigua mansión sintió el implacable
efecto de los años. Con su fachada descascarada y los ladrillos al descubierto
cual heridas abiertas, parecía esperar con resignación, el abandono de sus
humildes moradores.
El tango
Jorge Luis Borges, 1958
¿Dónde estarán? Pregunta la elegía
De quienes ya no son como si hubiera
Una región, en que el Ayer pudiera
Ser el Hoy, el Aún y el Todavía.
¿Dónde estará (repito) el malevaje
Que fundó, en polvorientos callejones
De tierra o en perdidas poblaciones,
La secta del cuchillo y del coraje?
¿Dónde estarán aquellos que pasaron
Dejando a la epopeya un episodio,
Una fábula al tiempo, y que sin odio
Lucro o pasión de amor se acuchillaron?
Los busco, en su leyenda, en la postrera
Brasa que, a modo de una vaga rosa
Guarda algo de esa chusma valerosa
De los Corrales y de Balvanera.
¿Qué oscuros callejones o qué yermo
Del otro mundo habitará la dura
Sombra de aquél que era una sombra oscura
Muraña, ese cuchillo de Palermo?
¿Y ese Iberra fatal (de quien los santos
se apiaden) que en un puente de la vía,
Mató a su hermano el Ñato, que debía
Más muertos que él, y así igualó los tantos?
Una mitología de puñales
Lentamente se anula en el olvido;
Una canción de gesta se ha perdido
En sórdidas noticias policiales.
Hay otra brasa, otra candente rosa
De la ceniza que los guarda enteros;
Ahí están los soberbios cuchilleros
Y el peso de la daga silenciosa.
Aunque la daga hostil o esa otra daga,
El tiempo, los perdieron en el fango,
Hoy, más allá del tiempo y de la aciaga
Muerte, esos muertos viven en el tango.
En la música están, en el cordaje
De la terca guitarra trabajosa,
Que trama en la milonga venturosa
La fiesta y la inocencia del coraje.
Gira en el hueco la amarilla rueda
De caballos y leones, oigo el eco
De esos tangos de Arolas y de Greco,
Que yo he visto bailar en la vereda.
En un instante que hoy emerge aislado,
Sin antes ni después, contra el olvido,
Y que tiene el sabor de lo perdido,
De lo perdido y lo recuperado.
En los acordes hay antiguas cosas:
El otro patio y la entrevista parra.
(Detrás de las paredes recelosas
El Sur guarda un puñal y una guitarra)
Esa ráfaga, el tango, esa diablura,
Los atareados años desafía;
Hecho de polvo y tiempo, el hombre dura
Menos que la liviana melodía.
Que sólo es tiempo. El tango crea un turbio
Pasado irreal que de algún modo es cierto.
Un recuerdo imposible de haber muerto
Peleando, en una esquina del suburbio.
CENIZAS
“…la urna de cenizas
sobre la barra, es
del mismo tamaño
de una pinta…”
“Last Orders” tráiler
Aquella tarde, como era habitual, los bochófilos se reunieron en el bar
del club; esta vez sin “el Beto” Farías. A dos días de su muerte, y sin
siquiera haber podido acompañarlo hasta la tumba, sus amigos intentaban
elaborar el duelo y continuar la clásica jornada quemando horas de
conversaciones triviales.
Hoy había habido un quiebre en esa rutina amistosa que el tiempo se
encargó de afianzar, más allá de algunas discusiones originadas por la
diversidad del grupo, que a su manera hoy recordaba al “Beto” con nostalgia,
con una compañía de alto voltaje etílico. Entonces se aflojaron las lenguas que
dieron rienda suelta a sentimientos subjetivos. “El Beto” se había ido y no
pudieron despedirlo como ellos querían; cerraron el jonca y la viuda anunció su
cremación.
“El Beto” ocupaba un cargo importante en los espacios políticos locales;
tenía a su alcance prerrogativas que, para otros, eran inalcanzables. Esa ventaja le permitía auxiliar a sus amigos
en momentos críticos; pero claro, también había retornos de los que nadie
hablaba, pero existían. “El Beto” se daba todos los gustos y su billetera hoy
podía estar abultada como mañana escuálida. Así era él, le daba boleo a la
guita sin importarle en qué se diluía. Se jactaba de que Matilde, su mujer,
sabía guardar su lugar y jamás le cuestionaba sus largas noches de garufa y
timba, porque el macho de la casa era él.
En la reunión, cargada de nostalgia, Ramón Carrillo, “el Laucha”, fue el
primero en arrojar un dardo largamente guardado. Dijo que iba a extrañar las
bromas que “el Beto” le hacía sobre sus hijas, que por cierto no eran muy
agraciadas. “El Negro” Pardo, que cazó al vuelo el convite dijo lo suyo.
Confesó sentirse aliviado de no tener que cargarlo en su auto y llevarlo a la
casa cada vez que se empeludaba; se liberaría así de los reproches de la mujer
del finado, y de los rezongos de la propia, cuando por las mañanas tenía que
limpiar los asientos del utilitario, producto de alguna descompostura. En tanto
“el Gordo” Tolosa mencionó el carácter agrio, y hasta sobrador, del “Beto”,
pero “el Petiso” Roldán lo disculpó, y adujo que esa pedantería era propia de
un ganador: “Las mujeres se ‘redetían’ por él” dijo con cierta envidia. Por su
parte “el Mocho” Pintos opinó que tal vez esas ínfulas, vistas como un defecto,
no eran más que para mostrarse autosuficiente. “Él era así”, justificó, y
apostó a que no le quitaba mérito a su persona, recordando su origen humilde.
“Eso me consta” dijo. “Conmigo tuvo un gesto noble cuando se enfermó mi hija”.
Ahí algunos cruzaron miradas cómplices, porque sabían qué implicaba “ese gesto
de nobleza”. Había “algo” que muy pocos conocían y que surgió de la mujer del
conserje del bar; todos sabían de su fato con “el Beto”, y despechada, espetó:
“Dejen de lamentarse tanto por ese hdp, yo lo biché cuando iba al quiosco del
turco Felipe”. El quiosco lo atendía la mujer del turco y cuando “el Beto”
pispiaba que la revista “Hola” estaba exhibida invertida, exclamaba: “¡Oh! Llegó
la ‘Hola’, voy a comprársela a mi mujer” Y salía carpiendo al quiosco, para
regresar una hora más tarde con la revista bajo el brazo (cuando se acordaba de
traerla). La revista invertida era la clave, ese día el turco estaba de guardia
en la sala de primeros auxilios y no podía abandonar el lugar. Por eso la mujer
del conserje odiaba a la quiosquera y aumentó su encono en la creencia de que la
turca la desbancó; pero la realidad era que "el Beto" dejó de jugar
con fuego cuando el conserje le mostró la Glock 9 mm que guardaba en el cajón
de la barra, “por si las moscas” le dijo.De repente, y luego del prolongado silencio que originó la filípica de
la conserje, se abrió abruptamente la puerta del bar y, como un
huracán, entró la viuda del “Beto” y se dirigió a la barra donde zampó
ruidosamente un pequeño cilindro del tamaño de un balón, y a viva voz lanzó:
“Aquí lo tienen, hagan con él lo que quieran” y dando media vuelta salió tal
como había entrado.
El cilindro tenía un rótulo adherido: “Roberto ‘Beto’ Farías -QEPD- †
20/10/1012”.
“CUANDO NIÑO, TOMÉ MATE CON EL VIEJO VIZCACHA”
-Yo conocí al Viejo Vizcacha… -le dije al profesor
cuando recitaba los versos del Martín Fierro.
- ¿En verdad usted lo ha conocido jovencito? – me
preguntó irónicamente ante la risa desatada del resto de la clase.
- ¡Sí señor! – respondí con seguridad.
-Pues entonces, niño, cuéntanos cómo fue ese
encuentro…-exigió el españolizado profe.
Entonces comencé a contar mi pequeña historia: “Todos
los veranos, con mi primo Francisco, pasamos las vacaciones en el campo de
nuestros tíos Eduardo e Inés. Como ellos no tienen familia, nosotros pasamos a
ser sus hijos adoptivos por quince días. Nuestra principal diversión es
cabalgar unos matungos viejos muy mansos, pero no menos mañeros, que están
gordos y lentos de haraganería. Los tíos solo se ocupan de darnos de comer y
vigilar que nos lavemos antes irnos a la cama, una recomendación de nuestras madres
que la tía Inés cumple religiosamente. Del resto se encarga Don Vicente Luna, el
peón entrado en años que vive en una casita ubicada detrás del galpón donde se
guardan las herramientas, la chatita Ford A y algunas bolsas de cereales.
Vicente es el que nos lleva a todas partes, desde arriar las vacas, atender la
majada de ovejas y revisar los hilos de los alambrados, hasta levantar los
huevos del gallinero. De vez en cuando, con gran habilidad, Vicente caza con
sus boleadoras algunas perdices que después cocina a la parrilla; entonces
cenamos con él. Cuando esto sucede nos dice: ‘No hagan renegar a doña Inés.
Coman conmigo así ella no tiene que cocinar’. Y la verdad es que a nosotros nos
gusta más comer con Vicente, porque nos cuenta laaaargas historias de gauchos
matreros que andan vagabundeando por la zona. Dos veces a la semana vamos al
pueblo a buscar las cartas y los diarios que recibe el tío; a veces la tía nos
encarga que compremos el pan. Lo que sí hacemos siempre, es llevarle algún
pollo o pavo desplumado con algunos duraznos y peras al cura del pueblo, además
de la infaltable bolsa de higos, que según la tía Inés, son la debilidad del
padre Pedro.
Y fue a nuestro regreso de una de esas cabalgadas, que
nos sorprendió una tormenta de viento y tierra. Para evitar la mojadura,
Vicente ordenó que apuráramos el trote para llegar lo antes posible a la tapera
que está a medio camino. Cuando estábamos a unos 50 metros se largó el aguacero
y llegamos al refugio todos empapados. Grande fue nuestra sorpresa al
encontrarnos con tres caballos atados a un árbol y observar que salía humo del
interior de la casucha. Vicente se apeó y nos hizo señas de silencio, y que
esperáramos en la galería. Al rato salió y nos ordenó que entráramos. Allí
había tres
gauchos mateando, uno de ellos era un viejo barbudo y sucio. ‘Estos
son los gurises del patrón’ dijo Vicente a modo de presentación. Los jóvenes
gauchos levantaron la vista y nos dieron la bienvenida; el viejo, mate en mano,
nos miró con cara de malo y soltó: “Donde los vientos me llevan, allí estoy
como en mi centro. Cuando una tristeza encuentro, tomo un trago pa’alegrame. A mí
me gusta mojarme por ajuera y por adentro”, y lanzó una carcajada endiablada.
“Tome un amargo compadre” - le dijo a Vicente extendiéndole el mate. “Al menos
mójese las tripas pa’seguir andando”. Vicente tomó el mate y agradeció la
gentileza del viejo; luego, nos miró a nosotros, y para tranquilizarnos agregó:
“Este es el gaucho Vizcacha, del que tantas historias les conté, y los mozos
son los hijos de Martín Fierro, el gaucho errante de nuestras pampas”. Entonces
el viejo volvió a tomar la palabra y confirmó lo de Vicente: “Ansí es, me
llaman ‘el viejo vizcacha’, por avaro y mandón, pero recuerden siempre que el
que gana su comida, bueno es que en silencio coma, ansina ustedes ni por broma,
quieran llamar la atención, nunca escapa el cimarrón, si dispara por la loma”.
Cuando paró la lluvia montamos nuestros matungos y
partimos en silencio rumbo a casa. Sólo hablaba Don Vicente, que nos contaba sobre
las penurias de los chicos Fierro y el aguante que tenían para con el Viejo
Vizcacha. Andaban por la zona haciendo un gran arreo de ganado cuando fueron
sorprendidos por la tormenta que los obligó a refugiarse en la tapera. Así
conocí al Viejo Vizcacha.
Cuando terminé mi relato se oía hasta el zumbido de
las moscas. Todos, incluso el profe, estaban en silencio y con la boca abierta.
Es que mi historia era real; yo había mateado con el Viejo Vizcacha y los
hermanos Fierro, y eso fue a mediados del siglo XX, en medio de estas extensas
tierras planas de horizontes infinitos.
NOTA: Mi
homenaje a don Vicente Luna a quien recuerdo con especial cariño. Gaucho noble
y paciente, gran domador y jinete habilidoso. Sus restos reposan en el Cementerio de San Eduardo, en la Provincia de Santa Fe.
CAMINO DE LA
RASTRILLADA
El tren llegó a Pergamino al atardecer y los viajeros
se dirigieron al hospedaje del pueblo. En el establo estaban los carruajes y
los caballos listos para la travesía del día siguiente. El clima caluroso
demandaba que la partida debía iniciarse muy temprano, hacia los campos del
Venado Tuerto. Frente a la posada, y desde muy temprano, mucha gente se juntó
para ver los carruajes nuevos y los caballos de pedigrí con lustrosos arneses
dorados, prontos para la travesía. El espectáculo era inusual para el pueblo,
que no estaba acostumbrado a ver a tanta gente arribar por ferrocarril. “¿Qué andarán buscando por acá tantos
ingleses?” se preguntaban, sin saber que era un grupo de intrépidos adelantados
dispuestos a ensanchar las fronteras de la pampa y poblar las desiertas tierras
santafesinas.
A medio camino, el sol estaba en plomada y el calor
agobiante obligó a los viajeros a tomarse un descanso a orillas de una laguna,
donde los animales pudieran abrevar. En el otro extremo del pantano, se
divisaba una columna de humo que llamó la atención a Don Eduardo Casey -guía de
la expedición, hombre intrépido y observador- quien de inmediato tomó sus
catalejos y pudo escrutar un reducto. Ante el temor de una embestida maleva que
pusiera en riesgo a los viajeros, montó a caballo y partió hacia el lugar
acompañado por el postillón.
Cuando llegaron al asentamiento, tres hombres salieron
a su encuentro con cara de pocos amigos. Casey, avezado en estas huestes, les
ganó de mano y saludó efusivamente con un “¡Buenas tardes paisanos!” y se apeó
del caballo. “Ando buscando ayuda” dijo con autoridad aplomada. “Se nos ha
quebrado una pierna el postillón y necesitamos unos maderos para
entablarlo”-arguyó con astucia. Los tres hombres seguían inmutables mirándose
unos a otros, como si no entendieran el lenguaje del forastero. Entonces Casey continuó:
“Tengo a cambio aguardiente y tabaco para compensar”. En ese instante se
miraron entre ellos dando señales de aprobación a lo que el más veterano
respondió: “Aura sí hay trato”. De inmediato Casey le ordenó al postillón que
fuera a buscar lo prometido mientras él continuaba conversando con sus
anfitriones, que lo invitaron a matear con un anciano que, cobijado bajo un
toldo precario, estaba sermoneando a un chico que escuchaba con atención sus
palabras.
- “Vos sos
pollo, y te convienen toditas estas razones, mis consejos y lecciones, no echés
nunca en el olvido, en las riñas he aprendido a no pelear sin puyones”, decía
el viejo apuntándole su índice derecho, y con la izquierda sostenía el mate
humeante. En eso estaba cuando giró la vista a los recién llegados; y como
queriendo legitimar sus regaños, espetó: “Con estos consejos y otros que yo en
mi memoria encierro, y que aquí no desentierro, educándome seguía, hasta que al
fin se dormía, mesturao entre los perros”,
y tomó la pava enhollinada y vertió agua en el mate que alcanzó al
forastero: “Me yaman el Viejo Vizcacha” dijo “Porque me achacan roñoso y
agarrau, pero mi cumpa Martín, ánima en pena que anda rondando el pago, me dejó
a este gurí guacho pa’ que no juera pillao por la milicada”.
- ¿Quién era Martín? - preguntó Casey devolviendo el
mate acabado.
- El gaucho Fierro -respondió el cacique anfitrión.
- ¿Y anda por estos pagos? -indagó nuevamente Casey.
-No se sabe, porque se ha cortado entre los infieles
cuerpiándole a los milicos, y el viejo, que siempre anda echando panes, lo da
por muerto fantaseando con su ánima penando querencia…
-Es ansina aparcero, -soltó el viejo Vizcacha- ¡La
pucha si era guapo el Martín! ¡Se retoba conmigo cuando el gurí se mete en nido
ajeno!¡Pero el muy ladino es astilla del mismo palo y no lo puedo enderezar!
-Deliraba malignamente el viejo como queriendo probar la dureza con la que
trataba al chico.
Y así siguió la conversa, entre los delirios del Viejo
Vizcacha y la preocupación de don Eduardo por ganarse la confianza de este
revoltijo de criollos y aborígenes; matreros y forajidos; temibles y mansos
nómades lanzados a su suerte en medio del desierto pampeano, mientras esperaba
el regreso del postillón con los elementos de canje. Sin dudas -casi con
certeza- se podría afirmar que don Eduardo Casey fue el primer gringo con alma
gaucha, que campeó estos confines inciertos donde mateó con el Viejo Vizcacha a
orillas de la laguna, camino de la rastrillada.
Este relato obtuvo Mención de
Honor en el certamen "Mateando con el Viejo Vizcacha" que organizó el
área Literatura de la Municipalidad de Venado Tuerto por el día de la
tradición. 10 de noviembre de 2014
EL TANATOPLACTOR
(Relato de 50 palabras)
Surcado por delgadas estrías, el rostro de María -más
que los años transcurridos- delataba las huellas de su agonía interminable. El
tanatopractor la recibió, y en silencio, se entregó con paciencia a su labor
profesional. Una hora después, terminada su obra de arte, la expuso en un
féretro de cedro.
LA EDAD DEL ALMA
(Relato de 100 palabras)
Apenas entré a la reunión, vi con sorpresa a mi
hermano conversando con una mujer anciana. Sentí de golpe la impresión de haber
vivido aquella escena. Alguien me distrajo por un instante, y cuando volví la
mirada hacia ellos, habían desaparecido. Los busqué infructuosamente toda la
noche y no los pude hallar. Tiempo después, hojeando un viejo álbum familiar,
me encontré con una fotografía en la que ambos posábamos con Amalia, nuestra
niñera. Mi hermano había muerto en su adolescencia el mismo día que Amalia.
¿Fatiga mental o vejez del alma?
LA NAVIDAD DE LOS NIÑOS
Sentado a la sombre del frondoso ombú de la plaza,
parloteaba sobre intrépidas lides guerreras que conjugaba con fragmentos de
Shakespeare, Scott, Yeats…, poetas de su lengua vernácula.
Su mente perturbada por un tormentoso sueño guerrero
se descontrolaba cuando el absurdo se filtraba por su dañado tejido cerebral.
Le decían “el inglés loco”.
Desde que llegó al pueblo, el viejo Tom pasó a ser
parte de una comunidad que no dudaba en ayudarlo a subsistir. Aquella noche
buena fue Martín, el hijo del panadero, el que se aproximó al escondrijo del
inglés, cuya silueta iluminada por la lumbre del brasero, parecía sumida en la
más profunda de las meditaciones.
La visita del chico alegró al solitario personaje, que
dio signos de recuperarse de su desolado aislamiento. Su acostumbrada parquedad
no impidió que le relatara al muchacho la historia de una noche buena que marcó
su confusa existencia.
“Fue en 1944, cuando en plena guerra me encontraba en
Dinant, a orillas del Mosa en la lejana Europa. Aquel día fuimos sorprendidos
por las tropas alemanas y debimos dispersarnos ante una emboscada sembrada de
sangre y muerte. Desesperadamente me refugié en una granja abandonada. Cuando
me repuse de tanto horror y barbarie, era de noche. Súbitamente oí cánticos
navideños entonados por un grupo de niños que chapaleaban en la nieve camino a
la iglesia del pueblo. De pronto una antorcha se apartó del sendero y enfiló
hacia mí. Cuando la luz iluminó la puerta de mi escondite, escuché con atención
un saludo navideño en la vos suave y gentil de una niña: ‘Joyeux Noël,
Monsieur’ dijo, y dando media vuelta regresó a la marcha festiva. Al día
siguiente, hambriento y con mucho frío, salí de mi refugio. Un silencio
apacible pero incierto reinaba en la campiña, y un manto blanco inmaculado
cubría la pradera… En el umbral había un trozo de pan y una botella de
aguardiente. Gracias a la niña sobreviví de aquel infierno”.
Por un instante callaron las voces. Sólo se oía el chisporroteo del fuego y el
chillar de los insectos de la noche…. Tomando aliento, el anciano continuó con
voz entrecortada: “Martín, ahora sos vos quien viene a llenar mi soledad y a
ordenar mis sentidos… Una vez leía que, si los viejos no nos hacemos como
niños, seremos siempre almas errantes... Los niños, Martín, son como la
Navidad: el nacimiento y la alegría de la vida…”
Publicado en 1996 por Editorial Del Aromo, en una
selección de cuentos cortos: “Erase una vez una noche buena”. Este relato está
inspirado en un personaje que vivió en la localidad de La Chispa.
ÁNGELES REBELDES
Walter era un chico que jamás había peleado o
discutido con los pibes del barrio. De trato dócil y mirada franca, se había
ganado el afecto de todo el vecindario.
Lector empedernido, las aventuras de Tarzán, Mandrake,
Misterix y tantas otras, eran su pan de cada día. Vivía esas aventuras con
tanta intensidad que en su memoria prodigiosa se hacían demasiado reales, a tal
punto que los chicos del barrio esperaban con impaciencia sus relatos para
liberar sus fantasías juveniles y viajar por exóticos países, desafiando los
peligros de selvas, montes y mares, para enfrentar la ferocidad de criaturas
primitivas al mando de sofisticadas máquinas espaciales.
Y fue una noche de verano, cuando Walter relataba la
historia de trece "ángeles rebeldes", y la magia del universo sacudió
la tranquilidad de aquel pueblo perdido en la inmensidad de la pampa.
Cautivados por el relato, los pequeños se fueron
transportando al espacio imaginario de estrellas y astros de otras galaxias,
absorbiendo energías sobrenaturales provistas por su imaginación, que se
acrecentaba en cada secuencia de aquella apasionante aventura galáctica que Walter
desarrollaba con tanta maestría.
"...entonces el Capitán Zark, al mando de la Nave
Mayor, ordenó atacar a los ángeles rebeldes... ‘¡Apronten el comando número
uno!’ indicó el Capitán Zark, y las naves comenzaron a disparar torrentes de
espuma gaseosa que rápidamente paralizaron las naves insurrectas..."
De pronto un relámpago iluminó el universo y un fuerte
remolino cercó a los niños por segundos; luego el silencio envolvió la noche y
cuando una suave brisa disipó el lugar, emergieron en el centro de la plaza las
figuras petrificadas de los niños, con sus miradas perdidas hacia el infinito.
La inocente fantasía de aquellas almas infantiles
plasmó en la tierra, una rebelión angelical desatada en el desconocido mundo
del espacio.
FIESTA
DE POETAS
Aquella mañana de octubre, Marisa Pelufo -mi profesora de lengua y
literatura- ingresó a tercero comercial con su habitual encanto juvenil.
Entonces descubrí que no era el único que sufría esa febril atracción
por ella; que ya no era exclusivamente mía como lo había creído hasta ese
momento. Éramos treinta y dos vándalos apiñados en un salón diseñado para
veinte; el curso más revoltoso de la escuela. Sin embargo, manteníamos una
excelente conducta durante las clases de literatura, lo que motivó comentarios
suspicaces en la sala de profesores, a tal punto que nos compararon con los
dulces y candorosos angelitos de estampitas religiosas.
Esas circunstancias me obligaron a tomar la delantera. Al día siguiente,
para que mi propósito no se enfriara, decidí escribirle una carta a la profe,
declarándome perdidamente enamorado de ella.
Para conquistarla, y sabiendo de su devoción por la poesía, busqué unos
versos que creí de Pablo Neruda. Prolijamente los copié a mitad de página: "Si
al mecer las azules campanillas de tu balcón, crees que suspirando pasa el
viento murmurador, sabe que oculto entre las verdes hojas suspiro yo".
Los días que mediaron hasta la próxima clase, fueron interminables. Con
impaciencia conté los días por delante. Por fin llegó el día y, contrariamente
a lo que yo aspiraba, Marisa entró al aula con la soltura juvenil de siempre, y
ordenó tomar una hoja:
“Ahora voy a dictarles estas rimas de Bécquer...”-dijo
tomando una de las tantas hojas que acomodó sobre su escritorio.
Para mi sorpresa, vi que el papel que tenía en sus manos era nada menos
que mi carta, cuyas rimas comenzó a recitar mientras su mirada recorría toda la
clase. Mi sangre pareció congelarse, mientras un sudor frío corría por mis
costillas. “Está buscando al atrevido que la escribió” – pensé simulando
serenidad.
Cuando nuestras vistas se encontraron, mi labio superior comenzó a
temblar nerviosamente. Creo que ella se dio cuenta, pero continuó la clase como
si nada y comenzó a dictar: “Si al mecer las azules campanillas...”
“Pero, señorita, ¿no es Neruda?” – interrumpí electrizado.
“No, alumno”-me respondió con toda
naturalidad- “…es Bécquer”- y tomando otro papel prosiguió: “Neruda
escribió así: ‘Mis palabras llovieron sobre ti acariciándote, amé desde hace
tiempo tu cuerpo de nácar soleado...’"
Luego, ante el asombro de todos,
tomó una tercera hoja y dijo:
“Machado también escribió versos tan bellos como
estos: ’Sentí tu mano en la mía, tu mano de compañera, tu voz en mi
oído...’"
Y después, tomando otra hoja y
luego otra y otra más, prosiguió recitando a García Lorca, Almafuerte, Quevedo,
Hernández...
“Queridos alumnos”. dijo finalmente- “…gracias
por sus trabajos. Ayer fue el día más feliz de mi vida. Gracias por comprender
mi locura poética... Espero que algún día pueda decir de alguno de ustedes:
’Ese gran poeta fue mi alumno’".
El silencio de la clase fue
total, sólo se oía el rumor del viento primaveral que se filtraba por la
quebradura de un vidrio; "deben ser los poetas que están de
fiesta", pensé.
Primer premio concurso
literario Municipalidad de Venado Tuerto año 1997
EL REPOSO DE UN DON JUAN
Domingo a la mañana sonó el timbre de calle, mientras
Juan, acostumbrado a madrugar, disfrutaba escuchando la radio mientras
degustaba unos mates amargos. Sin apurar el paso fue hasta la entrada y
precavido, observó por la mirilla para ver de quién se trataba. Como era una
mujer joven y apuesta, Juan abrió la puerta sin titubear y se encontró con una
bella señorita que vestía una rigurosa minifalda roja con zapatos al tono y una
larga cabellera rubia que apenas le cubría los hombros desnudos. Juan, prudentemente
y para no alterar el sueño de Manuela, cerró la puerta suavemente.
- ¡Buen día señor! –saludó la muchacha con graciosa
soltura
-Buen día niña... –respondió Juan muy meloso.
-No tan niña…-corrigió ella con picardía
- ¡Bué! es una manera de decir –respondió él muy
cortés
-Es usted muy amable, señor… -agregó ella con sonrisa
cómplice.
-Ante tanta belleza ¿quién no? –retrucó Juan,
acostumbrado a galantear.
La florida conversación duró el tiempo que la joven
creyó necesario. Juan estaba extremadamente excitado y ya no escuchaba nada a
su alrededor, solamente se deleitaba con la frescura de aquella jovencita
cautivante.
- ¿No se compraría un lugar de reposo para usted y su
esposa? –le ofreció ella abriendo un catálogo de coloridas fotografías.
- ¿De qué se trata? –preguntó Juan con la vista
perdida en el pronunciado escote en “v” que la promotora parecía henchir.
-Son reposeras… -intentó explicar, pero Juan la
interrumpió:
- ¿No sería mejor que me regalara a mí un momento de
reposo?
- ¡Por qué no señor! –exclamó ella muy resuelta,
mientras le extendía una tarjeta- Aquí tiene mi teléfono, llámeme cuando quiera
y también usted tendrá un lugar para el descanso…
Rebosante, Juan tomó el cartoncito y no dejó de
mirarla mientas se alejaba graciosamente. De pronto se abrió la puerta, era
Manuela, cuyo instinto femenino olfateó gato encerrado.
- ¿¡Qué vende esa mujer?! –preguntó con tono
sospechoso.
-Reposaras… -respondió Juan distraído, mientras le
extendía la tarjeta a Manuela y continuaba con la mirada extraviada observando
a la joven alejarse en busca del próximo cliente- Reposeras, vende
reposeras…-repitió.
-Pero acá no dice reposeras… -bramó Manuela- ¡Dios
mío, a quién se le ocurre venir a vender terrenos en un domingo!
- ¿Terrenos? –preguntó Juan aturdido
-Sí Juan, terrenos… -insistió Manuela aireando la
tarjeta ante los ojos de Juan- ¡Pero en el cementerio!
- ¿En el cementerio? -repitió Juan desconcertado.
- ¡Sí señor!!!! Acá está bien clarito: Graciela
Fernández, promotora de ventas “Cementerio Parque Otoñal” …
El pícaro don Juan no resistió y dando un profundo
suspiro se desplomó.
RUIDOS MOLESTOS
Fue durante una madrugada de verano, cuando
abruptamente desperté muy agitado y de un salto me senté en la cama. Mientras
trataba de ordenar mis sentidos, vi cómo las sombras de las cortinas iluminadas
por relámpagos de la tormenta proyectaban ondulantes figuras fantasmales.
Al ver que mi esposa disfrutaba plácidamente de su
reposo, deduje que se trataba de una pesadilla. O tal vez uno de aquellos
sueños “pesados” originados por una mala digestión. No muy
convencido, me volví a acostar, pero al instante un ruido estridente volvió a
sacudirme. Intenté encender la luz, pero estaba cortada. Aguardé unos segundos y
decidí levantarme.
Despacito y tratando de no hacer ruido, me fui hasta
la cocina. Allí el único habitante viviente era un molesto grillo que no paraba
de emitir su monótona melodía amorosa. Luego me encaminé a la sala de estar, e
inmediatamente detrás de mí, apoyando su nariz húmeda y fría en mis piernas,
estaba mi viejo perro caniche, cuya agitación delataba que estaba tan asustado
como yo.
A todo esto, cada vez que un relámpago iluminaba la
sala, mi imaginación multiplicaba los fantasmas al escuchar el misterioso ruido
acompañado por un gemido quejumbroso.
Temblando como un títere descontrolado, sentí que mi
corazón rebotaba acompasado cual tambor de ópera Wagneriana. Por un instante
traté de controlarme, pero el misterioso ruido parecía repetirse con mayor
frecuencia y aumentaba mi angustia. ¿Qué estaba pasando? ¿De dónde provenían
esos golpes tan particulares, cuya contundencia no era metálica? ¿Quién estaría
haciendo semejante alboroto? ¿Acaso una gresca callejera? ¿O tal vez un atraco?
¿Y por qué no una trágica desavenencia amorosa?
Mientras me invadía un sinnúmero de interrogantes,
sorpresivamente, y como sincronizando los hechos, se encendieron las luces y
los misteriosos ruidos se silenciaron. De inmediato un objeto pesado cayó por
la chimenea envuelto en una nube de hollín y salió disparado hacia el ventanal
que da al patio, donde rebotó contra el vidrio y volvió nuevamente a rondar en
círculos buscando la salida de la trampa mortal.
Por fin abrí el ventanal y el furioso objeto encontró
la anhelada libertad.
Se trataba de un enorme gato que había quedado
entrampado en el pulmón de la chimenea.
No sé cómo era mi aspecto, pero el pelaje de mi perro
blanco estaba negro carbón. Con sus ojos brillando de pánico, temblaba como una
hoja mirándome desorientado.
Cada vez que recuerdo aquella noche, me pregunto si el
perro se sintió tan ridículo como yo.
TEATRO
Casi siempre tomaba el mismo camino de regreso a casa,
pero ese día, atraído por la curiosidad, fui por otra calle recientemente
remozada.
Caminar por aquella avenida, con canteros llenos de
flores y retoños de las más variadas especies, era muy placentero. Imaginando
los colores que vendrían en la próxima primavera, me olvidé del fío de esa
noche de julio y avancé algunas cuadras más. Luego giré a la izquierda y
emprendí mi regreso por otra vía menos concurrida.
Al pasar frente a los amplios ventanales de una
antigua casa de señorío colonial, oí una acalorada discusión entre un hombre y una
mujer.
Amparado por las sombras y vencido por mi curiosidad,
indiscretamente me puse a escuchar:
- ¿¡Qué hiciste!? – preguntaba el hombre sorprendido.
- ¡Lo maté, mi amor, lo maté! –sollozaba histérica la
mujer.
- ¿¡Que lo mataste?!
- ¡Sí! ¡Sí! ¡Lo
maté, te juro que lo maté! –insistía ella
-Está bien, está bien…-respondió él para
tranquilizador- La verdad es que el viejo se lo merecía… Ahora tenemos que
hacer creer que se suicidó estando borracho…
- ¡No!... ¡A él no!... –reaccionó violentamente la
mujer- Hice lo correcto ¿No mi amor?
- ¿! ¡¿Qué querés decir?! –indagó él dudoso- ¡No me
dirás que mataste al bebé!
-¡¡Sí!! –gritó ella desaforada.
A esa altura de los acontecimientos el que estaba enteramente
loco era yo. Salí de allí corriendo despavorido. Cuando llegué a mi casa llamé
desesperadamente a la policía para denunciar lo que acababa de escuchar y sin
perder tiempo, volví corriendo al lugar.
El horror, que me había sacado de todo control, me
impedía coordinar mis sentidos y asimilar semejante tragedia familiar. A medida
que me iba acercando a la casa, veía cómo llegaban al lugar los vehículos
policiales y las ambulancias. No me animé a acercarme más; por lo que pude
observar todos los movimientos a la distancia. Al cabo de un rato la policía y
los médicos se retiraron de la casa y la gente comenzó a dispersarse. Carcomido
por la curiosidad morbosa, me acerqué a un hombre que había estado entre los
curiosos y le pregunté qué había ocurrido, simulando ignorar lo sucedido.
- ¡No pasó nada!... –me respondió con una franca
carcajada. –En esta casa funciona una escuela de teatro y estaban ensayando una
obra dramática que algún ignorante confundió con la realidad y llamó a la
policía”
Sentí vergüenza y alivio. Volví a mi casa y después de
una ducha caliente me fui a dormir… No pude conciliar el sueño en toda la
noche.
EL MIRÓN
Joaquín era un marido y padre ejemplar. A pesar de ser
un destacado profesional médico, su extremada timidez parecía limitarlo en el
ámbito social. Tenía cuarenta y cinco abriles cuando Carla, su hija mayor,
cumplía los quince y la calvicie ya había hecho estragos en su cabeza
prominente.
Fue por aquellos años, cuando se desató la eufórica
campaña destinada a desterrar a los pelados, haciéndoles creer que eran la
ridiculez humana. Desde la propaganda de productos para detener su caída, y la
oferta de postizos -que se asemejaban más a un nido de hurracas que a una
cabellera- hasta los mágicos entretejidos, eran considerados la panacea
recuperadora de la juventud perdida.
Influenciadas por tanta información mediática, las
cuatro damitas de Joaquín -con la complicidad de mamá- insistieron en que se
hiciera un entramado. Él, que sabía lo mucho que sufren los hijos cuando sus
padres no se asemejan a sus ídolos juveniles, comenzó a pensar seriamente en
hacerse un arreglito craneano.
Convencido de su prematuro envejecimiento, aceptó el
desafío. Una mañana muy temprano partió rumbo a la ciudad de Rosario para
someterse a un tratamiento capilar.
Allí los especialistas comenzaron a zamarrearle la
cabeza con champús, cremas y jabones especiales. Luego lo pasearon por varias
dependencias analizando sus cabellos ralos, hasta que finalmente lo depositaron
en un jardín para examinarlo a la luz natural.
El proceso demandó toda la mañana y gran parte de la
tarde, hasta que finalmente las manos suaves de una señorita muy mona ella,
fueron las encargadas de cubrir la pelada con la melenuda ficción.
Cuando Joaquín se retiró de la clínica era muy tarde,
de manera que rápidamente se fue hasta la estación terminal y abordó el primer
ómnibus que lo traería de regreso a casa. Mientras viajaba, sentía la rara
sensación de llevar sobre su cabeza un enorme turbante oriental e intuía que
toda la gente lo observaba con marcada curiosidad. Veía cómo algunos lo hacían
con asombro, otros con una sonrisa irónica y la mayoría sacudiendo la cabeza
con guiño burlón. Tanta imaginación lo estaba llevando al borde del pánico, y a
pesar del frío reinante, comenzó a sentir mucho calor. Unas gotas gordas de
sudor comenzaron a correr detrás de sus orejas y se filtraban por el cuello de
la camisa, mientras una fuerte picazón en el cuero cabelludo se estaba poniendo
insoportable. Finalmente llegó a destino y presuroso bajó del ómnibus, levantó
las solapas para ocultarse de la gente y comenzó a caminar aceleradamente hacia
su casa. Pensó que caminar le haría bien para relajarse.
Cuando por fin llegó a su casa e intentó abrir el
portillo, “Pascual”, su perro dóbeman, le mostró los dientes y gruñó
desconfiado. Joaquín retrocedió y trató de calmarlo llamándolo por su nombre,
pero “Pascual” seguía desconfiando y se lanzó enardecido contra las rejas
dispuesto a defender la vivienda. Joaquín, instintivamente dio un salto hacia
atrás en el preciso momento que pasaba un patrullero. Ante los movimientos
sospechosos del hombre y los ladridos del can, los polizontes se bajaron del
auto a toda carrera y detuvieron al desconocido.
- ¡Ja! ¡Mirá quién es! –dijo uno de los policías a su
compañero de ruta- ¡Nada menos que el mirón de la peluca! ¿¡No te da vergüenza
andar espiando por las ventanas, viejo verde?!
Sin más lo cargaron en el patrullero y se lo llevaron
a toda velocidad.
UN EXÓTICO GALÁN
Todos los domingos después de misa, los jóvenes hijos
de inmigrantes irlandeses hacían breves reuniones sociales frente a la
parroquia. Por esos días había llegado al pueblo Willy Kehoe, oriundo de
Chascomús y mayoral de una de las diligencias que cumplía su recorrido entre
Pergamino y Venado Tuerto.
Willy era un muchacho de 30 y pico de años, de estampa
varonil y costumbres extravagantes; muy divertido y desprejuiciado, virtudes y
defectos que los más jóvenes admiraban y los veteranos envidiaban. Algunos
vieron en él a un peliagudo competidor y se dedicaron a denigrarlo, diciendo
que era un vividor adicto al trago y a la timba. Pero a pesar de ello, a la
hora de las reuniones sociales todos querían estar a su lado y compartir sus
ocurrencias. “¡Se atropellan como ganado para estar con él!” decían algunos con
cierto malestar, considerándose desplazados por este raro galán que tanto
atraía a las mujeres. Los más despechados comentaban que el padre lo había
echado de la casa por vago, lo que no era extraño, aunque a nadie le importaba,
porque Willy había salido adelante por sus propios medios, iniciándose como
postillón cuando apenas tenía 12 años, sorteando los embates indígenas con
astucia y bizarría en los agrestes desiertos pampeanos. ¡Cuántos envidiaban a
este atrevido y desenfadado chinetero! Adicto a los burros, no había paisano a
quien no le hubiera pedido dinero para apostar a las cuadreras que se corrían a
orillas del pueblo. Siempre seco, pero cuando la suerte lo favorecía, saldaba
sus deudas y después gran fiesta en el boliche. El viejo Kearney lo quería
muchísimo: hasta perdió amigos por defenderlo. “Es el hijo que no tuve” –decía,
reflejando lo mucho que hubiera deseado ser como él. Pero su cariño fue
excesivo, porque cuando Willy le pidió casarse con su hija Maggie, la menor, el
corazón del pobre viejo no lo soportó y se entregó a la muerte.
El casamiento se postergó por un año, como era
costumbre entonces, pero Willy no resistiría tanto tiempo sin poseer a Maggie.
Un día como tantos, trepó a la galera con cuatro
pasajeros a bordo, azuzó a los caballos y partió rumbo a Pergamino. Desde ese
día, Willy con Maggie nunca más regresaron a Venado Tuerto; ella lo hizo
después de enviudar, allá por el año 1892 junto a sus cuatro hijos.
EL OCASO DEL GUERRERO
- Pourquoi as-tu retardé. Daniel?
- Le vieil homme du 113 de la Grand-Rue est très
grave, je ne crois pas qu’il passera la nuit…
Daniel era empleado de correos en Boulogne Sur Mer, y
el 16 de agosto de 1850 había regresado a su casa más tarde que lo habitual, lo
que inquietó a su esposa Juliette. La razón era que don José, el anciano del
primer piso de la casa 113 de la Grand Rue, estaba exhalando sus últimos
suspiros.
Don José, era un extranjero que había fascinado a
Daniel desde el mismo día que le entregó la primera carta proveniente de un
país exótico. En aquella ocasión lo atendió una niña de aspecto muy delicado
que dijo llamarse María Mercedes y que resultó ser su nieta. Ante la curiosidad
de Daniel por saber el origen de la carta, la niña ensayó alguna explicación geográfica
que distrajo al abuelo, que impaciente, inquiría quién era el visitante.
- C’est le facterur, grand-père - anunció la niña
- Alors, fais-le passer! - reclamó el anciano
Cuando Daniel ingresó, se encontró con un hombre de
aspecto gentil, de profusa cabellera blanca y bigote espeso, que lo invitó a
tomar asiento, mientras dejaba de lado el libro y la gafas para extender su
mano amistosa, disculpándose por no ponerse de pie. El anciano se mostró
ansioso por conversar con quien tenía interés en escucharlo.
La plática resultó amena para el visitante, que no
perdió detalle de lo que el lúcido anciano le contaba sobre su país de origen.
Durante su estada, la niña se ubicó a un costado de la sala, y luego de
servirle una taza de té a Daniel, le alcanzó a su abuelo reiteradas veces, un
pequeño recipiente con una boquilla diminuta, de donde el anciano sorbía el
contenido. Daniel pensó que tendría dificultades para ingerir líquidos, por lo
que la escena le resultó normal. Lo que no le resultó normal fue la permanencia
en la casa, al comprobar que el tiempo transcurrido pasó tan fugazmente
escuchando a este personaje particularmente atrapante, que le propuso volver a
encontrarse cuantas veces quisiera. Sin dudas, el anciano disfrutaba contado
sus memorias.
Desde aquel día, finalizadas sus tereas, Daniel se iba
deprisa para encontrarse con el anciano y escuchar sus relatos que lo
arrastraban a un torbellino de épicas andanzas guerreras. Fue así como durante
un año y medio continuaron encontrándose, en las que el guerrero memoraba sus
incursiones por tierra lejanas del continente sudamericano, ante el oído atento
de Daniel que luego en su casa, las transcribía ilusionado por plasmarlas en un
libro de aventuras fantásticas.
Habían pasado más de seis meses desde que se
conocieron y María Mercedes ya no le servía té, sino que su abuelo y el cartero
mateaban juntos, mientras desgranaban historias de héroes y traidores.
A todo esto, a Daniel comenzó a asaltarlo la
incertidumbre. Llegó a pensar que el viejo deliraba. ¿Cómo era posible que un
ejército pudiera cruzar la cordillera de los Andes a lomo de burro? ¡Imposible!
¡Ni siquiera el Gran Emperador Napoleón había llegado a tanto! Ante este
dilema, creyó enloquecer. Pero no quiso darse por vencido y los relatos continuaron
alimentando su aspiración de escritor, y a medida que el personaje central iba
mutándose en él, su cabeza parecía querer estallar. Entonces comenzó a sentir
miedo y turbación. ¿Eran todas estas historias una realidad o la fantasía de
una mente senil?
El día que llegó a la casa 113 y no había nadie,
Daniel se paralizó. Los vecinos le informaron que habían trasladado al anciano
a París por recomendación médica. Abatido volvió a su casa; allí su amada
Juliette lo cobijaría entre sus brazos y calmaría sus angustias.
Don José volvió a Boulogne y Daniel pudo compartir con
él muchas veladas más. Esta vez tomando mate solo, porque al enfermo la
prescripción médica se lo impedía.
Aquel viernes 16 de agosto de 1850 fue la última vez
que Daniel se encontró con su amigo. Don José estaba en lecho de enfermo
atendido por su hija y nieta. Su espiración agónica anunciaba lo inevitable.
Apenas abrió los ojos, el abuelo extendió su mano buscando estrechar la suya, y
balbuceó:
- Aujourd’hui, je suis fatigué… Si tu viens demain, je
vais te dire qui a été le recrue qui a suavé ma vie… Un grand guerrier
argentin…
Daniel la tomó entre las suyas; la sintió fría y muy
frágil, en contraste con aquella mano viril y aguerrida que sostuvo la espada
en tatas batallas. Desconsolado se hincó ante el lecho y ocultó su rostro. No
quiso que lo vieran llorar.
Era de noche cuando salió a caminar por las calles de
la ciudad, llegó a orillas del mar, se despojó de sus ropas y corriendo
enloquecido con los brazos abiertos, desató su llanto anudado… Su héroe, el
intrépido guerrero de las mil hazañas, estaba vencido.
Este relato obtuvo el primer
premio del concurso realizado por el área de literatura de la Municipalidad de
Venado Tuerto con motivo del Día de la Tradición “Mateando con don José
Francisco de San Martín” en noviembre de 2012.-
EL HUECO QUE DEJÓ UN SUEÑO
Los primos Patricio y Santiago
habían nacido a escasos días de diferencia. Sus papás, los hermanos Dowling, sostenían que sus
hijos eran la continuación de una dinastía de más de dos siglos, según sus
cálculos.
Los chicos – compinches como lo
fueron sus padres – sentían una atracción muy especial por Manuela, la dama de
compañía de la abuela Brígida, porque les contaba cuentos fantásticos que ellos
escuchaban con interés.
Un día Manuela les contó que cada
vez que alguien se muere, una estrella se apaga y que cuando nace un niño, se
enciende otra. Los niños se tomaron tan en serio aquella historia, que, durante
muchas noches despejadas, se pasaban largas horas sumando y restando estrellas
sin hallar en el universo respuesta a sus fantasías.
El asunto se complicó la noche
que velaban a “Granny”, y salieron al parque que rodeaba la casona de la
estancia “San Patricio”, para ver cuál era la estrella que se había
apagado; pero “¡Oh sorpresa!”, el cielo estaba totalmente cubierto. Desilusionados ingresaron nuevamente a la
casa y se ubicaron frente al “fire place” que irradiaba un calor
acogedor. Desde allí observaban los rituales que los mayores practican cuando
velan a los muertos.
Desde la habitación de “Granny”
provenía permanentemente el ronroneo del rezo del rosario y otras
advocaciones interminables, donde los chicos no podían entrar por la
prohibición impuesta por tía Kate. En tanto, desde la cocina, se oía el
murmullo de los hombres que, consumiendo té, café y abundante whisky,
acompañaban a los deudos fumando habanos que repartía Agnes, la nieta mayor de
los Dowling, hija de tía Kate. En el cuchicheo, de vez en cuando se oía alguna
risa reprimida seguida de una tos descontrolada, producto de algún chiste o
anécdota graciosa, tal vez subido de tono y que en estas circunstancias tenían
abundante abono entre los hombres. Cuando se abría la puerta de la cocina se
expandía una oleada de humo de exquisito aroma habanero.
Para los chicos el tema de las
estrellas era inquietante por lo que necesitaban hablar y sacar conclusiones.
- ¿Cómo será morirse? preguntó
Patricio en voz baja a su primo.
- Como apagar una vela – respondió
Santiago con ínfulas cancheras de saber un poco más que Patricio
- ¿Así nomás, como apagar
una vela?
- Así nomás... ¿No te
acordás lo que nos contó Manuela?
- Sí, me acuerdo, pero mi
mamá me dice siempre que no le crea mucho lo que dice Manuela...
- ¿Por?...
- Porque mi mamá dice que ‘la
pobre vieja no sabe leer ni escribir, entonces inventa historias...´ respondió
Patricio usando las mismas palabras de su mamá.
- ¡¿Qué inventa historias?!
– preguntó el sorprendido Santiago - ¿Eso quiere decir que lo de las
estrellas es un invento? – se preguntaba a sí mismo con dejo desencanto.
- Puede ser, no sé... ¿Vos qué
pensás? – indagó Patricio
- No sé... Pero lo que sí
sé, es que alguien puso esas nubes para que no pudiésemos ver las estrellas...
-
¿Quién...?
- Supongo que Dios... ¿Sino
quién?... Solamente Dios puede hacer esas cosas...
- Aunque también San Pedro
hace su parte... ¿Te acordás cuando “Granny” rezaba en la cama “San Pedro que
llueva... San Pedro que pare de llover...San Pedro que salga el sol…” y tantas
peticiones más?
- Pero San Pedro no se mete
con las estrellas... – razonó Santiago bajoneado.
- Pero sí con las nubes...
– replicó Patricio
En lo mejor del parloteo -que
había aumentado de tono – se oyó un fuerte y sonoro “¡Shhhhhhht!” Era tía
Kate que, asomada desde la sala mortuoria, los conminaba a cerrar la boca.
Obedientes, agacharon la vista y guardaron silencio. Ya de madrugada, vencidos
por el sueño, se quedaron profundamente dormidos. Algún día alguien se
encargaría de contarles la historia de las estrellas y llenarían el hueco que
esa noche les dejó aquel sueño infantil.
La mañana amaneció lluviosa y
fría; un manto de neblina cubría todo el parque escarchado que lucía yermo,
silencioso y triste. En la galería, los hombres conversaban sigilosos,
repitiendo -tal vez una y mil veces- el mismo repertorio de la noche anterior en
un intento por amortiguar el frío impiadoso de una brisa que castigaba sus
rostros y calaba los huesos fatigados por una noche en vela. En el interior, el
cura -que había pasado la noche en la casa- cotorreaba el Kirieleisón, Christeleison,
Kirieleisón, Christe áudinos, Christe exaudinos… acompañado por los presentes
que respondían a cada invocación del ritual. A las 9 en punto llegó el coche
fúnebre tirado por seis percherones negros que lucían penachos al tono y
despedían un vaho corporal condensado por el aire frio; detrás los dos cupés.
Los conductores en los pescantes lucían sus rigurosas levitas, sombreros de
copa y guantes blancos. El acompañante
del conductor del fúnebre se apeó para ultimar los detalles del acompañamiento
final con el ataúd a pulso. En cuanto el cura terminó con las oraciones, los
dolientes besaron la frente de la difunta y luego taparon el féretro en medio
de sollozos. Manuela lanzaba gemidos prolongados, haciendo honor al antiguo legado
criollo de las plañideras. Los hombres tomaron las empuñaduras del féretro y
lentamente comenzaron la marcha hacia el carruaje que esperaba frente al portal
de la casona; los caballos comenzaron a andar a pasos acompasados, hasta
recorrer unos 100 metros donde los hombres acomodaron el ataúd en la carroza
poniendo fin al acompañamiento mientras cada uno regresaba a sus vehículos para
continuar la marcha hasta la iglesia del pueblo. Los hermanos Dowling con sus
respectivas esposas e hijos subieron al primer cupé, mientras la tía Kate con
su marido, su hija Agnes y Manuela lo hicieron en el segundo. El adjunto del
coche fúnebre observaba el desplazamiento de la gente y una vez comprobado que
cada cual había ascendido a sus vehículos, trepó y se ubicó en el pescante
junto al conductor; entonces se inició la marcha hacia la iglesia del pueblo.
LA CONCIENCIA
Despuntaba el día cuando recobré el conocimiento.
Alertado por el chillar de un centenar de gaviotas que se disputaban el
alimento, me encontré en una playa con horizontes teñidos de rojo y el sol que
se asomaba majestuoso, como un enorme globo de fuego.
Traté de ponerme de pie, pero las piernas no me
respondieron. Lentamente me fui deslizando hasta una gruta formada por dos
rocas inmensas. Recostado a la sombra, comencé a sentir el dolor de mis labios
llagados y la aspereza de mi garganta reseca. El sol, con sus rayos en plomada
sobre la ardiente arena, reflejaba a la distancia una figura nebulosa, cuya
nitidez comenzó a perfilarse a medida que se aproximaba. Se trataba de una
persona joven y esbelta, cuyo rostro –todavía impreciso- me resultaba conocido.
Sin mediar palabras, apoyó su mano sobre mi frente y
sentí que todo mi cuerpo se estremecía. Luego sobrevino una agradable sensación
de alivio y frescura.
- No tengás miedo - me dijo - Pronto estarás en tu
casa y podrás ver a tu esposa, a tus hijos y a cuantos te quieren... Ahora
debés tranquilizarte porque lo peor ya pasó...
- ¿Y vos quién sos?... - pregunté - ¿Qué es lo que me
ha pasado?
- No te
agites... - me respondió con delicadeza - Tenés que reponerte de tus
lesiones...
- ¿Mis lesiones?... ¡Pero si estoy sano!... – contesté
intentando ponerme de pie sin éxito.
- ¿Ves? No estás en condiciones de arreglártelas
solo... Tu embarcación naufragó y vos sos el único que se salvó...
El joven estaba sentado a mi lado compartiendo la
sombra de la gruta. Cuanto intentó retirarse lo tomé de un brazo:
- ¡Por favor! – le imploré - ¡No te vayas todavía!...
Quiero agradecerte todo lo que has hecho por mí, pero quiero saber de dónde nos
conocemos... Porque yo creo conocerte... ¿O es solamente mi imaginación?...
- Todos los que estamos aquí nos conocemos... – dijo
el joven señalando a todos los que ocupaban la inmensa playa - ¿Ves a esa
pareja que va hacia el mar?...
- Sí...
- Ellos murieron hace algunos años en tu país... El
hombre que está sentado bajo una sombrilla amarilla y roja... ¿Lo ves?
- Sí...
- Ese hombre también es argentino... Se suicidó a
causa de una deuda que no pudo pagar...
- ¡Basta por favor! – lo interrumpí - ¡No sigas por
favor!... ¡Acabás de aliviar todos mis dolores!
¿Ahora querés reavivar otros que ya olvidé?
- ¿De verdad los has olvidado? – me preguntó – ¿Acaso
crees que realmente que las cosas se olvidan con el paso del tiempo?
El joven hablaba con tanta autoridad que no pude
responder. Se puso de pie y se alejó lentamente mientras su elegante figura se
perdía en la incandescencia del aire.
Inmediatamente recordé que el joven era el hijo de la
pareja que se encaminaba a la playa y que los tres habían muerto en un
accidente de ruta, mientras que el suicida era mi deudor. Por cobardía no
auxilié a los accidentados y por avaricia no perdoné al entrampado.
Encerrado en mi propia soledad, cerré los ojos
mientras oía a la distancia el romper furioso de las olas... Luego el ambiente
se tornó apacible, pero yo seguía sin encontrar el sosiego tan deseado.
Entonces comprendí que no hay mochila más pesada que una conciencia turbada.
Al atardecer llegó la patrulla de rescate.
MARTA, LA MENSAJERA
La lechuza Marta era la moradora más antigua del
Cementerio Municipal. Todas las noches cuando salía a buscar alimentos para su
prole, se ubicaba en lo alto de una cruz celta y desde allí, clavando su vista
en los rincones más oscuros, atrapaba insectos y roedores de toda especie.
Aquella noche calurosa y de luna llena, todo el
bicherío saldría de recorrida y su comida estaría asegurada.
Apenas se había instalado en el mangrullo, descubrió a
un ratón escurridizo merodeando entre dos tumbas abandonadas. Instintivamente
embistió a su presa, pero la fortuna le jugó en contra. Un gato salvaje, que
también tenía al roedor en su mira, se lanzó velozmente al ataque y distrajo a
Marta que fue a dar contra un angelito de piedra. Allí quedó tendida e
inconsciente patas para arriba. Sin embargo, el felino no tuvo mejor suerte;
cuando dio el salto decisivo, un objeto brillante surcó el aire y con un golpe
certero le cortó la cabeza que rodó ensangrentada junto a Marta. Cuando la
accidentada lechuza volvió en sí, se encontró prisionera entre las manos
descarnadas de una silueta macabra.
- Querida mía
–le dijo irónicamente la tremebunda- sos muy vieja para andar sola a estas
horas; deberías estar durmiendo con tus pichones....
- Es que son
muchos los buches que tengo que llenar... –respondió Marta temblorosa.
- Está bien,
está bien...–le dijo la captora mientras la depositaba sobre la lápida- Ese
gato desalmado ya no podrá hacerte daño, de manera que ya no tengas miedo.
- Pero yo no tengo miedo –dijo Marta intentando
mostrarse segura mientras acomodaba sus desaliñadas plumas.
- ¡No seas mentirosa! Estás tan asustada como todos
los hombres, que cuando me ven merodeando sus casas hacen cualquier cosa por
alejarme, entonces me paso todo el tiempo andando de un lado para el otro sin
que me atiendan, en tanto otros me llaman de urgencia... Marta, estoy muy
cansada y necesito que me ayudes en mi trabajo... –confesó la anciana que,
apoyándose en el cabo de su guadaña, se sentó sobre la tumba junto a la
sorprendida lechuza.
- ¡¿Ayudarte yo?! –preguntó intrigada Marta.
- Sí. ¡Vos me vas a ayudar porque yo te prolongué la
vida y te salvé de las garras de este gato malvado! -respondió enérgica.
- ¿Y cómo será mi ayuda? –volvió a preguntar Marta con
unas ganas locas de salir volando.
- Muy sencillo... Tu trabajo será muy provechoso para
las dos. Cuando los hombres se enteren de nuestra sociedad, te van a tener
miedo y estarán siempre atentos a tus vuelos y a tus cantos; y para mí será un
alivio, porque cuando los visite, me recibirán resignados...
- ¿Y qué debo hacer? –preguntó Marta ansiosa.
- Te posarás sobre cada una de las casas que yo te
indique, chillarás tres veces y seguirás tu vuelo lento... Desde ahora serás mi
fiel mensajera...
Y poniéndose de pie, se marchó perdiéndose en la
oscuridad.
CARTA DE MARIANO MORENO A JUAN JOSÉ CASTELLI
Buenos Ayres, 23 de enero de 1811.-
Apreciado amigo:
Su ausencia me ha deprimido mucho más de
lo imaginable. Sin embargo, en vísperas de mi partida, encuentro en la
redacción de esta carta, el aliento suficiente para emprender este forzoso
viaje, cuyo resultado espero me ayude a superar tantas desilusiones y
desencuentros.
Hace un tiempo recibí noticias de
Feliciano Chiclana y me ha contado sobre su delicado estado de salud. Debe
usted cuidarse; no son éstos los mejores tiempos para enfermarse. Ha sido 1810
un año cargado de emociones, y si algo ha quedado grabado en mi memoria han
sido su oratoria y el coraje que supo usted infundirles a todos aquellos jóvenes
que, junto a nuestro no menos querido Bernardo, hicieron la verdadera
revolución.
Una ardua tarea nos espera. Sé
perfectamente que la victoria del 25 de mayo está muy lejos de consolidarse.
Debemos actuar con mucha cautela, la burocracia colonial no vacilará un
instante en trabar nuestras acciones. Los hechos están a la vista. Siempre se
empieza por lo más insignificante. Esta vez me tocó a mí.
Cuando el 18 de diciembre se reunió la
Junta, estuvieron todos, excepto Belgrano y usted que estaban en misión militar
y los nueve deputados de Buenos Aires, cuyos justificativos no tuvieron
sustento. Como teníamos que tratar la incorporación de los diputados del
interior, sobraron las excusas, hasta que finalmente obtuvieron la mayoría. Votaron
igual que la Junta, a favor. Juan José Paso fue el único que votó en contra.
Los demás: Saavedra, Azcuénaga, Alberti y Matheu sostenían que no se ajustaba a
derecho, pero… Ese “pero” siempre presente cuando las papas queman… Larrea votó
en igual sentido, pero sin consideraciones. Me acusaron de ser responsable de
la política seguida por la Junta, de querer exportar la revolución no solamente
al Brasil, sino a toda la América Hispana. Rehuyeron toda discusión renovadora,
temerosos –tal vez- de enredarse en cuestiones que podrían perjudicar sus
bienes, olvidándose del interés del pueblo. Será por lo que siempre me
consideraron un individuo peligroso y sin control.
Recordando los sucesos acaecidos en la
asamblea del 22 de mayo, donde todo era anormal hasta el absurdo, hierve la
sangre en mis venas y mi corazón parece querer estallar de rabia. Escuchar a
los empresarios alzar sus voces proclamando las bondades de las leyes
coloniales, erigiéndose en exégetas de normas herrumbradas que ellos jamás
cumplieron, ni les interesará cumplir jamás. Fue otro ardid para amedrentar
cualquier reclamo criollo. Por eso amigo mío, cuando Vicente López me dijo
convencido de que “todo había salido bien”, no pude menos que reaccionar
terminantemente y decirle sobre mis sospechas de haber sido traicionado.
Teníamos entre nosotros muchos más enemigos de los que imaginábamos, y le
previne que esos serían los primeros en echarnos el guante. Desgraciadamente el
tiempo no tardó en darme la razón…
Además, apreciado amigo, no pudieron
digerir la firma del decreto del 6 de diciembre. El presidente, a pesar de
haberlo avalado, no estaba muy convencido. Para festejar la victoria de
Suipacha, sus seguidores adornaron los salones del cuartel de Patricios con
sendas coronas detrás de los asientos destinados al presidente y su esposa.
Luego (según me han contado, porque a mí me prohibieron entrar) se produjo un
episodio grotesco cuando un oficial alcoholizado presentó a Saavedra los
símbolos monárquicos. ¡Un verdadero bochorno!
¿Recuerda usted cuando redactamos la
circular para los Cabildos? Era el 26 de mayo. Recuerdo que ese día conversamos
largo y tendido sobre el futuro de la revolución. No sé por qué razón me
fastidio tanto si todo era previsible. Tantas ideologías dispares, la ausencia
de un plan de gobierno. Cada vez que me viene a la memoria la jornada del 25 se
me anuda la garganta. Esa plaza llena de platenses exaltados y el ir y venir de
French, Beruti, Planes, Chiclana y el Padre Grela, que no lograba tranquilizar
a la muchedumbre y de vez en cuando le pedía a Martín Rodríguez que se asomara
a los balcones para intentar apaciguarlos.
Querido y apreciado amigo: Quisiera tener
en este momento poderes sobrenaturales para detener el paso del tiempo. Son
exactamente las cuatro de la tarde y el calor agobiante de esta querida Buenos
Ayres me está ahogando y me llena de nostalgia. Sé que he de extrañar todo lo
que aborrezco de ella, especialmente cuando el frío de la lejana Europa me haga
añorar el calor de la lealtad de mis amigos verdaderos.
Esta noche me embarcaré en la
clandestinidad. Al decir de domingo French, quieren eliminarme. Seguramente han
canjeado mi vida por una embajada… Algún día disfrutaré la gratitud de estos
ciudadanos que hoy me cuestionan y a quienes perdono de corazón. Antes prefiero
que el pueblo empiece a creer en el gobierno que, en mi propia conducta, porque
tengo la certeza de haber defendido con pureza intencional, cada uno de sus
derechos.
Reciba usted un fuerte abrazo,
Mariano
jbw-1996- Concurso sobre próceres argentinos.
"Margaritas"
¡Pobre manojito
de flores que un día
silenciosamente
cambiamos los dos!
Hoy me quedan
sólo las dos margaritas,
las dos
margaritas del último adiós.
Así
cantaba mi vecino Luis, a quien apodaron "Vargas" por su afán
de emular al afamado cantor de tangos de los años 50 y que Luis evocaba en
noches estivales, de estrellas brillantes y luna esplendorosa.
Todas
las noches Luis deshojaba los pétalos blancos: “Blancos como el alma de
quien se las dio; una le responde que lo quiere, la otra que ya lo olvidó”.
Hacía
dos años que Luis había enviudado y, con infortunio, intentaba reconstruir su
vida afectiva, pero nada ni nadie lograba llenar el vacío que un día su
Margarita dejó.
Uno
de mis hermanos, siendo adolescente, se ocultó entre los ligustros que dividían
nuestras casas y, con voz entrecortada, intentó imitar a Luis. Al día
siguiente, Luis habló con nuestro padre y sutilmente le recomendó que, si
Pedrito quería cantar el tango, debía hacerlo con profundo sentimiento; porque
así se canta el tango, con mucho sentimiento. Curiosamente, no le reprochó la
broma sino la falta de emoción en la entonación del pícaro jovenzuelo.
Luis
era maquinista ferroviario. Recuerdo su silueta inconfundible cuando regresaba
de su trabajo, moviéndose lentamente con su maletín. Apenas lo veía, corría a
su encuentro, porque sabía que Luis traía “algo” para mí. Y Luis, con toda su
parsimonia abría ese maletín, y mágicamente sacaba dulces para “su pequeño
vecino”. Entonces, tomados de la mano, iniciábamos nuestro camino a casa;
yo entraba a la mía y él continuaría lenta y pasiblemente hacia la suya.
Con
el paso de los años, la salud de Luis se quebrantó y un día su espíritu se
rindió. Dos margaritas se desvanecieron entre sus manos. Era como si ellas
supieran que su apasionado admirador ya no les cantaría para mantenerlas
inmaculadas.
Esa
noche cálida de luna llena y estrellas titilantes, se oyó la voz del trovador
cantando con nostalgia su último adiós
“Con una voz misteriosa,
que solo entiende
mi noble corazón,
latiendo, me habló
y me dijo que un
alma llorando su ausencia
arrancó los
pétalos de las dos blancas margaritas ".
Daisies
(Versión en inglés, el original en castellano se
extravió)
“Poor little handful of
flowers that one day
we both silently exchanged.
Today I only have two daisies.
The two daises of the last
goodbye…”
That’s how my neighbour Luis sang. He was nicknamed
“Vargas”, as the 1950’s popular tango singer whom he intended to emulate with a
melodious voice.
Every night Luis played “Loves me, loves me not”,
wishing the daisies would foretell someone coming for him the next day.
He had been a widower for two years. He tried to
rebuild his love life, but Daisy’s loss had found no substitute.
One of my elder brothers made fun of him, by imitating
his chocked voice behind a privet fence that separated our houses, but the joke
went wrong. The next day, Luis talked to our father and complained.
Interestingly, he did not reproach the prank but my
teenage brother’s lack of emotion. “Tell Pedrito to put more feeling in those
verses and to modulate his voice if he cares for tuning-in”. Needless say,
Pedrito never sang Daisies again.
Luis was a railway locomotive driver. I remember
seeing his distinctive silhouette, moving slowly with his coffer-shape
briefcase and me running to meet him, because I knew he had brought “something”
for me. With parsimony he would open that chest, and magically extract some
candy for “his little neighbour”. Holding hands, we would continue, slowly, our
way home. I would enter mine with the candies; he would continue, slowly, his
own way.
As years passed, Luis health weakened, and one day his
spirit surrendered. Two daisies faded in his hands. They knew that their
passionate admirer would no longer sing to keep them immaculate.
“With a mysterious voice, that
I only understand,
my noble heart, beating, spoke
to me
it told me that a soul weeping
in absence
pulled-off the petals of its
two daisies.”
Recuerdo y homenaje a quien fuera mi vecino Don Juan Luis “Yiye”
Noberini que falleció el 18 de junio de 1956 QEPD
SORPRESAS Y
COINCIDENCIAS
(Relato
escrito en octubre de 2000 y publicado en el sitio Puerto Libre de Ficticia)
Fue
un 2 de junio, durante una recepción que ofreció el Consulado Italiano, cuando
sorpresivamente fui partícipe de una escena que, curiosamente, había vivido con
anterioridad. Hay quienes dicen que estas imágenes repetidas se deben a fatiga
mental y que duran pocos segundos. Sin embargo, en esta circunstancia, el
tiempo parecía prolongarse hacia el infinito. Desde un extremo al otro del
salón, me vi conversando animadamente con una dama entrada en años. La mujer,
de modales refinados y aspecto aristocrático, no cesaba de hacerme preguntas
sobre familiares y amigos y cuanta actividad política y empresarial se
desarrollaba en la ciudad. Para mi asombro, las respuestas que le daba fluían
con una espontaneidad tan precisa, que comencé a preocuparme por el desenlace
de aquella entrevista. Y esta preocupación era fundada, porque hablábamos de
hechos pasados que, en rigor a la verdad, jamás podría responder con exactitud.
Mientras miraba la escena, espontáneamente me encontré con mi propia vista y,
sin que la mujer lo advirtiera, levanté mi copa y brindé con mi doble que me
respondió con gesto cómplice. Súbitamente, y a causa de un inesperado movimiento
brusco que derramó mi copa de champaña, oí el bullicio del ambiente. Fue como
si me hubieran despertado de un sueño. Una mujer joven muy atractiva que
observó mis movimientos se acercó y, entre bromas y trivialidades, colaboró con
mi intento por “emprolijarme”. Cuando levanté la vista, el ambiente
estaba totalmente cambiado. Entonces tuve la rara sensación de que me faltaba
algo, como si el golpe me hubiera quitado una parte de mí. Aturdido por lo que
me pasaba, comencé a deambular entre la gente y durante toda la noche busqué
obsesivamente a la dama antigua y a mi semejante, pero no los pude encontrar.
Abrumado por lo que acababa de sucederme, opté por retirarme de la fiesta.
Mucho
tiempo después, hojeando un viejo álbum familiar de mi madre, volví a toparme
con los personajes de aquella fiesta imaginada en mi mente cavilosa. Entonces
recordé que, en mi adolescencia, la mujer entrada en años visitaba nuestra casa
y que, en complicidad con mi hermano y compinche Pablo, la habíamos apodado “la
preguntona”, por la insaciable manía que tenía de preguntarnos continuamente
todo lo que se le ocurriera, y nosotros siempre respondíamos con un “no sé”,
lo que la volvía loca. Pero la venganza no tardaría en llegar, porque, con
ironía y malicia, la coqueta anciana se apresuraría a cargar las tintas a
nuestra madre para decirle lo “desfachatado que eran sus hijos”,
entonces nuestra pobre mamá, avergonzada de tener hijos maleducados, nos
dirigía una mirada fija y sin contemplaciones, para mandarnos a dormir antes de
hora. En la retirada nos encontraríamos con nuestro padre que, encogiendo los
hombros y con sonrisa cómplice, como diciendo: “Qué le vamos a hacer muchachos,
son las reglas del juego”. Y nosotros nos retiraríamos a dormir tranquilos
porque sentíamos su protección para encarar la batalla del día siguiente cuando
vendrían las amenazas de suspender “la matiné” o el picado del domingo
en el campito.
Por
un instante, aquellos recuerdos me alegraron el corazón, mientras miraba la
foto de aquella fiesta. Pero además de la nostalgia que me producía mirarla,
había una diferencia entre lo que imaginé y la fotografía, porque el que estaba
hablando con la mujer no era yo, sino mi hermano. Entonces, di vuelta la postal
y con sorpresa leí la fecha: †2 de junio de
1960, el día que un demencial conductor atropelló a Pablo y le quitó la vida a
los quince años.
El
tren de un sueño angustioso
(Para
analistas de sueños)
Seguramente me encontraba en el sótano de
una Iglesia, porque desde allí se oían las voces de un tenor y un barítono
cantando un fragmento sacro de una ópera de Verdi. Recuerdo que había dos
escaleras, una de hierro caracol color naranja y otra de cemento verde. Yo
tenía bajo mi brazo un tren de juguete que inserté en una gruta que había en la
pared. Sin mayor esfuerzo encajó perfectamente. Luego seguí al hombre de mameluco
y gorra gris con visera que trepaba por la escalera verde. Mientras subía sus
zapatos y la ropa se iban manchando con la pintura fresca y espesa de los
escalones. En mi desesperación oí que desde afuera alguien gritaba: “¡Ahí viene
el tren!, ¡Ahí viene el tren!”. Cuando llegué al andén, junto a los demás
pasajeros, trepé al vagón de carga sin asientos y de puertas corredizas.
Enseguida el tren se puso en marcha. “¡Hay, mi Dios!” -pensé- “¡Adónde
voy a ir a parar! ¡El tren se está alejando a toda velocidad!... ¡¿Qué dirá mi
esposa cuando le cuente que el tren me ha llevado tan lejos?! De pronto comenzó a mermar la marcha. Cuando
me asomé pude ver una enorme montaña de bolsas arpilleras apiladas a modo de
trinchera, que era vigilada por obreros y gendarmes armados con fusiles
“Mauser” y vestidos de “breeches” color beige, polainas y sombreros de
alas anchas, cual policía montada del cuarenta. En medio del gentío y tendido
en el andén, había un hombre envuelto en una sábana ensangrentada, a quien
seguramente subirían al tren.
Estaba oscureciendo, y aproveché la
oportunidad para saltar del vagón y escapar hacia el pueblo. Cuando llegué me
detuve en una de las primeras casas iluminadas. Allí me atendió un hombre
bajito y calvo, vestido de traje, camisa blanca y corbata muy ajados; lo
primero que hizo fue tocarme el brazo izquierdo para decirme “¡Estás todo
manchado!”. No me gustó su aspecto y mucho menos su conducta. Salí de
inmediato a la calle, y al pasar frente a una de las ventanas con vidrio, lo
puede ver junto a otro individuo de igual aspecto, pero más alto, cantando la
ópera de Verdi, la misma que había oído desde el sótano de la Iglesia. La
imagen grotesca de ambos me dio náuseas y rápidamente me alejé y entré a otra
casa iluminada. Allí me atendió una mujer mayor muy delgada y bien vestida, con
un peinado alto, una blusa blanca impecable con hombreras y puntillas.
Sosteniendo una taza de té de fina porcelana, me la ofreció y bebí con
fruición. Enseguida partí nuevamente.
La noche quedó atrás y el sol brillaba con
esplendor. A la distancia pude ver a la
antigua iglesia del pueblo y sus dos torres gemelas de tejas coloniales, tan
deterioradas como el conjunto del edificio. Sus paredes descascaradas dejaban
al descubierto los enormes ladrillos bayos asentados en barro. En las
escalinatas había un grupo de chicos que disfrutaban del sol cálido de un
domingo invernal. Alguien me dijo que adentro estaba cantando el coro. Me asomé
por una de las puertas laterales y observé a unos jóvenes vestidos en ropas de
cuero color negro y hebillas doradas que ejecutaban música moderna. No sé por qué,
pero me alejé lentamente, tal vez buscando el silencio de la naturaleza...
El velorio de “Juancito”
Ahí
estaba el Juancito; con su prominente napia asomando el jonca cual si
disfrutara de una placentera siesta veraniega.
Desde
mi asiento lateral de la sala, observé el desfile de dolientes esnobs de la tilingada pueblerina, a la que, supuestamente, adhería
el finado.
Un cura,
que se instaló a la cabecera del féretro, no dejaba de cotorrear mientras acomodaba
y desacomodaba el jopo gardeliano del muerto hasta dejarlo encrespado como pelo
de oveja. Anclado en el chismerío parroquial (de la que nadie se salvó) el cura
perdió la iniciativa del rezo del rosario, madrugado por una catequista que comenzó
a desgranar las avemarías y salves a viva voz. Terminada la larga y melosa riestra,
un imprevisto diácono salió del montón y, biblia en mano, tomó la posta para
entregarse a la lectura de la Liturgia de las ‘Horas para difuntos’: “Hermanos, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la
gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva…” y continuó
con el
recitado que nadie entendía, salvo una mujer que se levantó como un resorte y le
apuntó al lector que incluyera una oración por “las intenciones del Santo Padre”, lo que provocó miradas cruzadas entre
los orantes. ¿Qué intenciones podría tener el Papa en un velorio, donde el
principal protagonista es el muerto?
Terminadas
las letanías, el escenario quedó acéfalo por un breve instante, hasta que entró
en escena una adolescente que comenzó a gemir por la muerte “del tío” que, según decía, era el único
que se interesó por sus problemas. Aquí
todos se mostraron distraídos; nadie intentó calmar la histeria juvenil, más
bien se abrieron, como cuando se escapa un flato y todos se alejan con el naso
fruncido. Era la hija de la empleada doméstica del muerto, a quien, según el
chismerío del ambiente, le faltaba una vuelta de tuerca. Acá aprovecharon la
ocasión para dispersarse los que rodeaban el féretro y el cura muy amablemente
saludó a los presentes con una inclinación de cabeza y partió raudamente a
cumplir sus obligaciones sagradas.
En
ese momento el finado parecía sonreír. Intuí como que estaba escuchando sonidos
familiares que lo hacían sentirse en casa. Pero no fue por mucho tiempo, porque
al toque irrumpió un gringo grandote de botas camperas con bastante olor a
bosta, sosteniendo contra su pecho un sombrero de alas anchas. El gaucho, de cara
mofletuda y colorada como culo de mono, estaba agitado; a simple vista se
percibía que el hombre estaba cargado. Se arrimó al féretro para hablarle al
muerto con aire de milonga, comiéndose las ese. “¡Jacinto querido!” -gimió. “Vengo
de la feria. Ayá me enteré de que te había muerto y me vine rajando pa’acompañarte.
Pero che, ¿Cómo carajo se te dio por morirte hoy, hermano? Justo hoy que es el
cumple del Toto Peralta; ¡t’estábamo esperando pa’festejar! Con el Laucha
Tribilín, Farruca, el Loro Miretto, Lito Corzo, Merluza y hasta Pichón
Guerrero, que casi se no muere el año pasao… ¿Te acordá? Todo vamo a ir al
cementerio a despedirte; lo muchacho no estaban como pa’venirte a saludar ahora,
vos sabé cómo es el laburo en la feria; todo brindamo por vo…” y así siguió
un rato más el paisano que, compungido, no hablaba boludeces, lo hacía desde el
corazón. Estaba sinceramente compungido; despedía a su amigo con gran pesar. Permaneció
en silencio un buen rato mientras derramaba lágrimas que corrían por sus
mejillas rosadas. Aliviado, se dio vuelta y, apantallándose con el sombrero aludo,
vino y se sentó a mi lado, enjugó sus lágrimas y sonó su narizota chata embutida
entre sus pómulos prominentes.
Después
del sofocón, comenzamos nuestro diálogo que sonaba en toda la sala. Me preguntó
si era pariente del extinto a lo que le contesté que éramos vecinos; habíamos
crecido en el mismo barrio y estudiado juntos en el colegio de los curas. El
destino nos marcó caminos distintos y cada cual emprendió el suyo por lo que
dejamos de frecuentarnos, aunque esa distancia no impedía que de tanto en tanto
nos encontráramos para recordar de nuestros años mozos. El hombre, que seguía con
atención mi relato, asentía a cada uno de mis dichos haciendo sonar su nariz
con un rotundo sniff. Luego abordó sus
propias vivencias y los pormenores de su amistad con el fiambre, y aunque ya lo
había hecho público momentos antes, pacientemente lo escuché, sin dejar de
reconocer que, íntimamente, me desvivía por saber cuál era la razón del
supuesto suicidio de nuestro común amigo. Además, debo ser sincero, el gringo
me resultó simpático y me encantó conversar con él, porque pude así, sobrellevar
con alivio esos momentos pesados que son los compromisos fúnebres. Sus modales
campechanos y su sinceridad marcaban su nobleza.
La
relación que tenía con el muerto no era novedad, porque Juan, a quien todos
llamaban “Juancito” y no “Jacinto” como decía el gringo, era el
contador de una de las consignatarias de hacienda más importantes de la ciudad,
y un personaje popularmente querido por los habitué a cuanta peña o club concurriera.
Amigo de todo el mundo y, como dijo el gaucho, se juntaba codo a codo con la
peonada para comer brutos asados que se hacían cuando había grandes remates ferias.
Para los arrieros, los peones, los estancieros, los chacareros, los directivos
de frigoríficos y todo aquél que estuviese ligado a la ganadería, “Juancito”
era el organizador, lo que llaman el “hombre orquesta” de estos
eventos. Él estaba al tanto de todo y tenía la solución para todos, por
eso era apreciado y querido por el mundillo del mercado ganadero.
De
pronto y, como por arte de magia, entró a la sala un personaje menesteroso que,
cuando hablaba, pronunciaba la “s” como “j”. El hombre se ubicó
frente al muerto y lloriqueaba con voz gangosa. Luego, cuando se dio vuelta,
comprobé que era leporino. Humildemente se dirigió a los presentes, dando fe de
la calidad humana del finado, a quien dijo conocer desde su infancia a través
de su padre, el tropero Bernabé Loyola que vivía en el barrio “Santa Rosa”, pegadito
al boliche “El Buen Trato”. Entonces hizo una larga historia de su vida,
enumerando las cualidades del finado y sus reconocidas cualidades humanas y de
lo mucho que había ayudado a su padre y a sus hermanos que, según dijo, eran
once y él era el del medio, el número seis y que, tras la muerte de su padre,
debió hacerse cargo de los cinco menores, y dado las estrecheces económicas que
estaba sufriendo, pedía una ayuda monetaria para llevarle un poco de comida a
sus hermanos. Toda una cháchara estudiada para hacerse de algún mango sin gran
esfuerzo. Mientras seguía verseando, el
gordo, que no salía de su asombro, lo miraba de reojo, trataba de no
encontrarse con la mirada del sujeto que lo había tomado de punto; el manguero
había vichado que el gordo estaba muy afectado por la muerte de su amigo, y el
tipo seguía con la matraca presionando para que aflojara la billetera. Yo me
mantuve con la mirada fija en mis zapatos, mientras le susurraba entre lenguas
al gordo que no le diera pelota, que se mantuviera firme. Al ver que el
ambiente se estaba volviendo jocoso por la insólita secuencia, dos empleados de
la funeraria se acercaron al personaje para calmarlo y pedirle con buenos
modales que se retirara al vestíbulo; y así lo hizo, sin resistencia. A la
distancia, pude ver que hablaba sigilosamente con cada uno de los allí reunidos
y que algunos sacudían la cabeza y otros pelaban la billetera y garpaban algún
billete o algunas monedas con tal de sacárselo de encima. Cuando finalizó su
colecta, enfiló hacia otro sector del complejo funerario.
Luego,
uno de los dependientes de la funeraria se acercó para disculparse por el mal
momento pasado y nos comentó que se trataba de “el turco Fayés”, un personaje
de origen árabe que vestía harapos y se dedicaba a mendigar en los velorios. Se
hacía pasar por amigo del muerto, ardid utilizado para manguear a los que
estaban en vela. Según comentarios, el turco supo tener mucha guita acumulada
en su juventud como tratante de blancas y nunca se había hecho cargo de sus
hermanos menores como pregonaba, sino que había sido rechazado por su familia
debido a su actividad delictiva
Después
de este episodio continuó mi charla con el gordo e, intrigado por el luctuoso
hecho, traté de indagar el porqué del suicidio de Juancito. Entonces le
pregunté al gordo si sabía el motivo de tamaña determinación. El gordo, precavido,
bajó el volumen y me susurró al oído: “Se
comía la mujer del gerente” me dijo, y continuó: “Todo sabíamo que el “Jacinto”-seguía nombrándolo erróneamente- andaba en esa trenza, pero nunca dijimo
nada. ¿Qué vamo a decir? Al contrario, nos cagábamo de risa porque el gerente
es un cabrón y nos alegrábamo porque el ‘Jacinto’ lo cornetaba”.
Yo me
quedé helado, nunca pensé que el finado fuera capaz de andar en esos enredos.
Sin embargo, según el gordo, saltaba el tapial cuando el gerente viajaba a
Liniers. Por eso, lo único a que atiné fue mostrar mi sorpresa frunciendo mis
labios, por lo que el gordo, tratando de afirmar sus dichos, me dijo: “E’
así, aunque usté no lo crea” Entonces le respondí que no era que yo no le
creía, sino que nunca hubiera sospechado que Juancito fuera capaz de tanta
osadía. Hombre piadoso, de cumplimientos
religiosos, no había domingo que no fuera a misa.
De
pronto, como un huracán, se abrió la puerta principal del complejo funerario y
entró desfilando un grupo de seis personas con guardapolvos blancos, guantes y
barbijos y se dirigieron directamente al jonca, lo taparon y se lo llevaron sin
gestos ni palabras, mudos. Al toque nuevamente el dependiente de la funeraria
se hizo presente y nos manifestó a los allí reunidos que la sala se iba a
cerrar hasta tanto concluyera la autopsia del finado.
Me
despedí del gordo y cada cual abandonó el recinto hasta nuevo aviso.